A Maduro le gusta que le piquen la torta. Literalmente, ha celebrado un cumpleaños en vivo y directo, por la red de medios oficialistas, entre su corte de adulantes, quienes le organizaron “una fiesta sorpresa” en el Palacio de Miraflores, donde las cámaras grabaron el instante, de una absoluta banalidad del mal, cual episodio de “Los Kardashians” de la revolución.
Es parte de la furia de las imágenes que circulan, actualmente, en la nooesfera del chavismo digital, utilizando el ego y las frivolidades de la clase desgobernante, como una tapadera kistch que oculta la sangre y la miseria.
Por supuesto, Nicolás no ha sido el inventor del género selfie en la política venezolana de izquierda.
El populismo narcisista cuenta con innumerables antecedentes en la expatria, desde Bolívar y sus autorretratos hasta Guzmán Blanco y sus imitadores posteriores.
Después vinieron los cultos a la personalidad de tiranos como Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, ambos unidos a la distancia por su hartera manipulación del cine, la fotografía, la radio y las artes en general, para erigirse esculturas directas o indirectas a través del régimen de las pantallas.
Sin ir muy lejos, el benemérito construyó una industria audiovisual, alrededor de su control nepótico.
Sus descendientes consentidos filmaban los actos del déspota, por órdenes superiores, armando una suerte de archivo con postales costumbristas de las bodas de las hijas del caudillo, por citar un ejemplo disponible en el documental “Juan Vicente Gómez y su época”.
Así los verdugos buscan trascender a su tiempo, ganarle minutos a la muerte, en el registro de sus naderías y frivolidades.
Los torturadores hacen un uso pornográfico de los recursos del periodismo y el sensacionalismo, para darse un baño de legitimidad en el montaje de su álbum de momentos Kodak.
Antes era la pintura como vehículo de la humanización de las aristocracias decadentes.
La tendencia se consolidó, no tanto por la frágil carrera de los posantes, como por la calidad de los autores de los lienzos. Baste recordar el impacto de Velázquez y Goya, dos de los genios atesorados en el Museo del Prado.
En el país, nadie podrá superar el gesto y la huella de Juan Lovera y Arturo Michelena, a la hora de plasmar escenas e instantes únicos de los próceres de la independencia.
Solo vean el Miranda en la Carraca y la obra maestra del 5 de julio de 1811, para certificar el nacimiento y el cierre de una etapa incomparable, insustituible, suprema de nuestra historia.
En adelante, las copias, los duplicados, las réplicas y los plagios llenaron de spam el correo del pueblo liberado por antihéroes con complejo de mesías.
De la cuarta república, tengo memoria de las excentricidades demagógicas del Gocho, cuando celebraba las caricaturas feas que le dedicaban sus jala bolas.
El lusinchismo y el calderismo también reportaron noticias del ombliguismo con que los zares de los partidos manejaban las campañas de los cogollitos de las toldas de AD y Copei.
Siempre en elecciones, el socialismo nacional nunca logró superar la sombra de José Vicente, mostrándose como la supuesta reencarnación de José Gregorio Hernández, otro santo mil veces amplificado en afiches, cuadros y tarjeticas de colección.
Pero el colmo de todo, la náusea se consumó con el arribo de la peste roja del siglo XXI, en función de las exigencias y demandas del conductor de Aló Presidente.
Nunca como entonces, el estado se corrompió a pleno, a efecto de narrar las menudencias e insignificancias del comediante en jefe. Por horas extenuantes secuestraba a la nación en cadenas de aburrimiento, falsos anuncios y simulacros de gestión.
La muerte y más allá debieron rodarse como secuencias de un programa, de una película non stop, destinada a marcarnos la agenda y a imponernos una mitología arbitraria.
De igual manera, el progresismo ha decidido que el mundo se ha de detener, por el fallecimiento de Maradona, un drogadicto confeso, un tramposo en la cancha y fuera de ella, que metía goles con la mano y esnifaba coca con los tentáculos de la mafia.
Por menos, descalificaron de por vida a ciclistas como Lance Armstrong.
Por el contrario, la memoria de LATAM es corta y condescendiente, al extremo de perdonar por siempre a sus ídolos con pies de barro.
El deceso de Maradona, como el de Chávez, continúa generando olas de toxicidad, por las barras bravas que los apañan y los justifican.
Así será el absurdo que el velorio de Diego duró menos que el de Nestor K, porque los fanáticos quieren romper el protocolo, destruir la Casa Rosada, comportarse como su mal ejemplo, el número diez de la deshonra.
En medio de todo, el chambón de Alberto Fernández se hizo una selfie, como si nada, con las masas que rodearon al palacio de gobierno, poniendo en riesgo sus vidas y las de los demás que pueden contagiarse y morir por la segunda ola del covid 19 en Argentina.
La selfiepolítica, como ven, es un virus mortal que afecta al globo del Foro de Sao Paulo.
Para conjurarla de Venezuela y el resto del planeta, es menester volver a la fuentes, quebrar el país de los espejos de los autorretratistas de Dorian Gray.
Es decir, separar a la política del ejercicio de los intereses personalistas y estalinistas.
La democracia se refundará cuando los gobernantes entiendan que su trabajo no es posar de influencers, 24 por siete, sino atender a las urgencias y emergencias de la república ciudadana.