En la que es con toda probabilidad una de las escenas más espeluznantes del género del terror, no hay seres sobrenaturales ni tampoco, criaturas temibles que aparecen desde las sombras. De hecho, la cámara — convertida en un observador tenaz e incómodo — se acerca hasta enfocar el rostro de Cole Sear (Haley Joel Osment) en un primer plano directo. El niño, envuelto en una frazada carmesí, mira la cámara aterrorizado, los ojos llenos de lágrimas, el rostro pálido. Mueve los labios temblorosos, pero sólo logra pronunciar unas cuantas palabras cuando lo intenta de nuevo: “Veo gente muerta” murmura. La cámara le observa y la tensión se hace tan insoportable, que la revelación llena el mundo, se hace dolorosa y al final, sólo desgarradora.
Con The Sixth Sense (1999), M. Night Shyamalan logró crear un clásico inmediato que se convirtió en una referencia a un nuevo tipo de terror elegante e intuitivo, que cautivó a buena parte de la audiencia. Corría el último año del siglo XX y el género comenzaba una transformación inevitable hacia lo que, en la actualidad, es una mixtura de percepciones sobre la emoción, la identidad y al final, el miedo como parte indeleble del espíritu moderno. También acababa de estrenarse en Sundance The Blair Witch Project (Julio 1999) de Eduardo Sánchez y Daniel Myrick, que, de una forma u otra, abrió las puertas a un nuevo tipo de terror basado en lo sugerido, en la economía de recursos y en el ingenio del lenguaje. De hecho, podría decirse que tanto la obra de Shyamalan como la de Sánchez y Myrick, apuntaban en una misma dirección: Una percepción sobre la vulnerabilidad humana ante lo desconocido que sostenía un tipo de lenguaje por completo nuevo. Pero el director fue incluso más allá: Más que una anécdota, un juego afortunado de elementos o la concepción fundacional del miedo como un hilo conductor de todas las emociones humanas, Shyamalan experimentó con la vulnerabilidad de la diferencia, el aislamiento y el desarraigo contemporáneo. Su película provocaba escalofríos, pero también podía conmover hasta las lágrimas.
Pero fue sin duda, su inesperado giro argumental lo que transformó a la película en un éxito sin precedentes y también, en una de las más taquilleras del año. No sólo por inesperado, sino por elocuente. De pronto, lo que parecía un simple argumento de terror se transformó en algo más: el rostro aterrorizado del doctor Malcolm Crowe (un sensible y desconocido Bruce Willis) permanece también en primer plano y todo el dolor de su secreto — de ese impredecible giro de la historia —, otorga sentido a la cuidada y contenida simbología de la película entera. Los recurrentes detalles en rojo, las largas secuencias silenciosas, las conversaciones a media voz, la mirada inquieta y preocupada de Cole, el dolor de un matrimonio roto, incluso las escenas recurrentes y extrañamente parecidas entre sí, dejan de ser detalles sueltos en medio de la tensión argumental de la historia para convertirse en un único mensaje. Lo sobrenatural sobrepasa el miedo: es emoción pura, el horror de lo desconocido y al final, el sufrimiento de la pérdida y la soledad.
El film causó furor: fue nominada al Oscar — aunque la Academia fue fiel a su tradición de ignorar al género de terror y no ganó ninguno -, se encumbró como el fenómeno de taquilla de ese verano extraño de fin de siglo y brindó a Shyamalan, la estatura de una promesa. Se insistió era el director destinado a rescatar un tipo de cine que parecía sepultado y olvidado luego de la muerte de Alfred Hitchcock. Por supuesto, fue una expectativa exagerada que Shyamalan no sólo no cumpliría, sino que llevaría a cuestas con peligrosa dificultad, una vez que, en medio del éxito, se encontró con la disyuntiva de lograr un suceso semejante al que le había llevado a la fama. Para el director, se trató de un compromiso monumental que, además, puso en riesgo lo que en primer lugar le había hecho triunfar. “Quería contar historias” dijo años después a Rolling Stone “historias sobre la comunicación, el dolor y el silencio. Pero en esa época, debía de contar una historia exitosa. Una que sorprendiera, que desconcertara a la audiencia y, además, pudiera recaudar millones de dólares”.
Por supuesto, el realizador no estaba preparado para algo semejante. “La fama es dolorosa” declaró a Variety, unos meses después que The Sixth Sense le hiciera uno de los hombres más conocidos del mundo del espectáculo. De pronto, Shyamalan estaba en todas partes y se daba por sentado que la película que continuaría y cimentaría su éxito, debía ser un suceso lo suficientemente considerable como para estar a la altura del clásico instantáneo. “Todos insistían en que debía ser otra historia de terror, una más impactante aún que la de Cole y su capacidad” explicó “Pero en realidad no estaba preparado para eso”.
Fueron días confusos. Varias décadas después, Shyamala admitiría que llegó a pensar en la posibilidad de llevar a cabo otra película con Cole como protagonista: continuar su historia, añadir nuevos personajes. Pero en realidad, la inquieta mente de Shyamalan ya recorría otros derroteros y la historia del niño capaz de ver a los muertos y entablar un tipo de comunicación asombrosa y espeluznante, estaba lejos de sus ideas. O al menos, como el director quería contarlas. De hecho, ya tenía otra historia en mente: otra con un personaje desconcertado, abrumado, aplastado. También con un secreto y con un descubrimiento inesperado entre manos y como si eso no fuera suficiente, de nuevo con el rostro de Bruce Willis. Pero la presión era excesiva. “Muéstranos el próximo guion, recibía llamadas así a diario” contó Shyamalan a EW. “Necesitamos esa nueva película pronto”. El director aceptó el reto, pero no la imposición.
Como pudo, Shyamalan trató de aferrarse a sus ideas y logró llevar adelante un proyecto menor, extraño y sin paralelo hasta entonces, que hizo torcer el gesto a los ejecutivos de los estudios y puso nerviosos a los productores, que esperaban otra efectiva película de terror que se vendiera bien en taquilla. Pero “El protector” no era nada de eso. En realidad, era un film adelantado a su tiempo: uno que de haber sido estrenado diez años después, habría causado sensación o al menos, curiosidad. Uno que quizás, ya anunciaba una nueva forma de comprender los secretos de lo humano y la forma de asumir sus pequeñas cualidades desconocidas.
La película de Shyamalan, narraba la historia de un superhéroe.
“Nadie quería escuchar sobre algo semejante” diría Shyamalan sobre los duros días en intentaba vender la idea de un hombre común, con capacidades extraordinarias. Pero ni uno solo de quienes le presionan por el “siguiente gran éxito” — ejecutivos, productores e inversionistas — estaban interesados en narrar una oscura fábula sobre el poder, el miedo y la fuente de todas las angustias modernas: la frontera entre el bien y el mal, metaforizada a través de un poder inconmensurable. El Protegido estaba a casi una década del Iron Man de Favreau y la posibilidad que un guion sombrío, doloroso y abrumador sobre la debilidad y la fortaleza — espiritual y moral — de un héroe sin rostro que descubre sus cualidades asombrosas casi por accidente, no era ni mucho menos, el éxito que se esperaba de un director como Shyamalan, que había cambiado el rostro de las películas de género y las había convertido, en proyectos rentables.
Pero de algún modo, el realizador logró que El Protector llegara a la pantalla grande…sólo para fracasar. Nadie pudo explicar muy bien los motivos por lo cual una película densa, con una espléndida dirección y una economía de recursos de una habilidad asombrosa, terminó por ser una decepción general a nivel de audiencia y taquilla. El film — que se vendió como un thriller espeluznante — desconcertó al público y enfureció a los que esperaban, al menos una secuela espiritual del éxito del ’99. Pero en El Protector, lo sobrenatural era incluso más sutil que en The Sixth Sense, además de una alegoría más complicada de entender, con su meditado cuestionamiento sobre la naturaleza humana. “Todo el mundo la detestó” se burlaría años después Shyamalan.
En realidad, no fue un fracaso completo pero sí, comenzó a sacudir con lentitud la imagen del nuevo fenómeno cinematográfico, capaz de crear películas profundas, extrañamente sorprendentes y llenas de una humanidad rebosante. Con “Señales” (2002) Shyamalan lo intentó de nuevo: esta vez con un elenco estelar que incluía al por entonces ídolo Mel Gibson y a un maravilloso y trágico Joaquin Phoenix, lo que dejaba muy claro que a pesar del traspiés de El Protector, Hollywood seguía confiando en su habilidad para narrar historias. Pero, el director — otra vez — otros planes. “Necesitaba mostrar el reverso más silencioso de las cosas. Las grandes historias a menudo están limitadas a ideas muy pequeñas”.
De nuevo, Shyamalan probó la posibilidad de analizar lo desconocido desde lo doméstico y lo privado, para lo cual planteó un dilema sobre la fe y la pérdida de la inocencia, en clave de ciencia ficción. La historia, una versión libre de La Guerra de los Mundos de Wells y ambientada en una granja apartada de las grandes ciudades que suelen ser el escenario de historias semejantes, narra desde una perspectiva diminuta, una invasión alienígena. Pero Shyamalan se tomó el atrevimiento de jamás mostrar a las naves, a las criaturas — solo al final — y de hecho, centrar toda la historia en el dolor, el sufrimiento y el miedo de una familia disfuncional de cuatro miembros que para cuando comienza la historia, se enfrentan al duelo de una muerte violenta. “Todos esperaban algo al estilo de Emmerich” contó Shyamalan a Variety “con grandes naves y un gran espíritu patriótico. Pero yo quería hablar sobre el dolor”.
Y lo hizo. La película sorprendió a la audiencia y de nuevo, defraudó a los que continuaban esperando algo del nivel de impacto de The Sixth Sense, que ya eran mucho menos numerosos de lo que habían sido medio lustro atrás. De hecho, aunque la película fue un moderado éxito en taquilla, recibió enormes críticas por su guión — “Nunca llega a estar claro si Shyamalan quiere aterrorizar o sólo, provocar lástima” se quejó el NYT — y también, por enfoque de la ciencia ficción, como un instrumento para narrar una historia diminuta que no termina jamás de enlazar con lo que ocurre puertas afuera. Mel Gibson brindó una rara actuación profundamente sensible, Phoenix moldeó a otro de sus personajes insólitos e incómodos. Incluso, el maravilloso elenco infantil — encabezado por Rory Culkin y Abigail Breslin — no llegó a empatizar con el público, que encontró desconcertante a este dúo de hermanos, frágiles, pálidos y levemente espectrales. La película marcó la primera gran ruptura entre los fanáticos y un Shyamalan cada vez más aferrado a sus ideas.
No obstante, la verdadera caída de la gracia del director ocurrió con el estreno de Lady in the Water de 2006, una fantasía compleja, onírica y simbólica que terminó por decepcionar por su incapacidad para abarcar su ambiciosa propuesta — se habló que era un sombra pálida y torpe de la Historia Sin fin de Ende — y que terminó, por convertirse en el primer gran fracaso de taquilla del realizador. El film — protagonizado por una etérea Bryce Dallas Howard — intentó abarcar no sólo el género de lo fantástico desde sus raíces sino crear una connotación amplia y surreal sobre el miedo, la ambigüedad moral y la búsqueda del sentido a la vida. En realidad, el argumento carece de verdadera capacidad para sorprender y al final, es una especie de refrito de historias semejantes anudadas bajo un escenario urbano lo bastante deslucido como para decepcionar. Lo que se anunció como algo muy cercano a la inspirada y conmovedora visión de Spielberg para mezclar la realidad y lo asombroso bajo una misma mirada, se convirtió en menos de un truco barato sin mayor sentido y mucho menos, interés.
“No leí las críticas” admitiría Shyamalan años después. “No me atreví a hacerlo porque sabía que las cosas habían empezado a andar realmente mal”. Y no se equivocaba.
Un genio incomprendido.
Antes del resonante éxito de The Sixth Sense, Shyamalan ya había dirigido dos pequeñas producciones que ya le habían mostrado, de manera más o menos fidedigna, el duro ambiente de Hollywood. La primera Praying with Anger estrenada en 1992, fue un experimento destinado al olvido desde sus primeras escenas. El jovencísimo director — que también protagoniza la producción — debió enfrentarse Harvey Weinstein, el todo poderoso productor que se burló del recorrido de Shyamalan por sus raíces étnicas y ordenó editar la película “para hacerla más digerible y cercana al público estadounidense”. Al final, el proyecto resultó una extraña mezcla de una comedia agridulce y un film independiente, con ínfimas pretensiones. “Mi primer gran fracaso” admitiría Shyamalan veinte años después.
La segunda película del director fue un poco más popular y le permitió comprender un poco mejor el sistema de la meca del cine: Wide Awake se estrenó en el 1998, aunque fue filmada en el ’95 y tiene aires de melodramón amable. No obstante, ya es posible distinguir varios de los elementos más puntuales del estilo de Shyamalan: la tendencia a reflexionar sobre la existencia a través de pequeños puntos de atención, el uso de símbolos — el color rojo de nuevo como metáfora del luto — y el universo infantil como punto focal de todo. Hay más estilo, una estética mucho más cuidada y es evidente que el director va en busca de su propia voz. “Fue la primera película por la que pude luchar en la mesa de edición” contó después, al narrar la satisfacción que sintió por el resultado final de la producción “era mi película, mi visión, mi pequeña historia”.
Mucho de eso se había perdido — y el mismo Shyamalan — lo reconoce, cuando se estrenó la que sería su última película como director “promesa” y la que le llevaría a un ostracismo que casi destruye su carrera: The Happening de 2008, fue un desastre a todo nivel. No sólo se trataba de un argumento delirante que un guion débil era incapaz de narrar, sino además, una extraña y poco afortunada combinación de despropósitos. Desde la mediocre actuación del elenco — a Mark Wahlberg nunca se le vio peor y Zooey Deschanel parece incapaz de entender a su personaje — hasta la puesta en escena de las largas secuencias de campos barridos por el viento que debían parecer misteriosos y sólo resultaron ser aburridos, la película fue una catástrofe argumental que sepultó las expectativas sobre Shyamalan hasta convertirlo en poco menos que un paria sin mayor revelancia en el mundo en el cine.
Lo demás, fue una caída rápida hacia proyectos cada vez menos importantes y lo que resultó más grave, mucho más genéricos: The Last Airbender (basada en una caricatura de Nickelodeon) del 2010 fue criticada como una mediocre adaptación y fue un desastre en taquilla y After Earth (basada en una idea insólita y sin duda, poco sólida Will Smith) del 2013, fue considerada lo peor del año, en especial por la incapacidad de Shyamalan para narrar una historia emocional que termina por ser una combinación poco clara de géneros. “Sentí que estaba empezando a perder un poco la voz”, dijo en el 2014, en una entrevista para Variety en la que explicó tomaría “algunos meses” para descansar y dejaba entrever que tal vez, no volvería al mundo del cine. “No soy la mejor persona para trabajar en el sistema”. Pero en realidad, no se trató de una decisión que Shyamalan podía tomar. Los rumores insistían que los estudios rechazaban sus guiones, que había una evidente desconfianza en todos sus proyectos y que su carrera, se encontraba en una encrucijada difícil de definir. “No sabía si darme por vencido, seguir con un nuevo intento…o sólo asumir que había sido un golpe de suerte. “Me encuentro cuestionándome a mí mismo y a cada pensamiento que sale de mi cabeza”, dijo a Rolling Stone ese mismo año “La industria decide que no valgo nada. Soy un cuento con moraleja. Una persona que tuvo suerte por un tiempo pero se reveló a sí mismo como una farsa. . . . No creo en mí mismo”.
Shyamalan contaría después que una noche, quemó todas las copias de sus películas en una hoguera en el patio de su casa de las afueras de Los Angeles, en una especie de despedida ritual. “Sentí que el fuego me liberaba del miedo y también, de las expectativas. De nuevo, era el muchacho indio tratando de hacer películas” Esa noche, fue a dormir y por primera vez en casi una década y media, concilió el sueño con tranquilidad. Y soñó con dos niños que visitaban a sus abuelos. “No tenía otra imagen, otra pista sobre la historia, pero lo apunté” cuenta. “Pero sabía que podía ser un buen comienzo para algo”.