La película venezolana del año es un documental de creación, dirigido por una mujer infatigable, Anabel Rodríguez, a quien tuve el gusto de conocer cuando trabajamos juntos en la edad dorada de Vale Tv, el canal cultural del país.
Desde entonces, la realizadora contemplaba la idea de hacer un filme sobre el rayo del Catatumbo y el progresivo hundimiento del Congo Mirador.
Aquellas tempranas indagaciones dieron como resultado un primer corto memorable, titulado “El Barril”, donde unos chicos fabricaban botes acuáticos con barriles abandonados de combustible, para participar en unas carreras organizadas por los muchachos de la zona.
Con el transcurso de los años, la persistencia de la cineasta se materializó en el diseño del largometraje “Érase una vez en Venezuela”, estrenado en el Festival de Sundance del 2020, iniciando así una racha ascendente de premios y reconocimientos, dentro y fuera del territorio nacional.
La semana pasada, por ejemplo, recibió los diplomas de guion y edición en el primer Festival de la Crítica de Caracas, una iniciativa curada por nosotros, bajo la impronta de un jurado internacional.
En tal sentido, la película de no ficción fue designada como la representante de Venezuela en la categoría de mejor cinta extranjera, para el Oscar 2021.
Por tanto, el filme cuenta con el respaldo de los colegas y las instituciones del medio, generando un consenso inédito en una nación dividida y fragmentada como la nuestra.
Además de sus laureles y adhesiones, “Érase una vez en Venezuela” contiene los elementos necesarios para interesar y seducir a los miembros de la academia.
Fotografía, música, montaje y diseño de sonido revelan los altos estándares de una producción impecable, cuyas imágenes resuenan en el inconsciente colectivo de una geografía accidentada y condenada al abandonado.
La trama narra la historia no solo del progresivo desplome de un pueblito de los tristes trópicos del estado Zulia, sino resume la catástrofe política del socialismo del siglo XXI, evitando caer en el lenguaje de la típica denuncia amarillista y demagógica.
Por el contrario, la obra se la juega por unos personajes de carne y hueso, que viven las penurias del abandono y el castigo de la marginación, por votar en contra del chavismo, durante las elecciones parlamentarias del 2017, las últimas que ganó la oposición en condiciones medianamente normales.
Dos mujeres protagonizan el principal conflicto que teje el relato. La primera es la profesora de un pequeño colegio, que intenta resistir los embates de la miseria y la cacería de brujas, debido a la orientación de resistencia de la insigne maestra.
La segunda encarna la corrupción moral y estética de una líder de un consejo comunal, que goza de privilegios y prebendas, a costa del negocio de las cartillas de racionamiento y de los pocos beneficios que se administran como una suerte de bodega.
Es la clásica matriarca fanática del comandante en Jefe, nostálgica de la revolución, dedicada a explotar la mínima cuota de poder que le concede la nomenclatura por mantener vigilados y fiscalizados a los humildes pobladores del sector.
En la confrontación de ambas féminas descubrimos una reminiscencia del dilema criollo de la cultura y la literatura local, entre una portadora de la luz civilizadora y una Doña Bárbara impuesta por el régimen de las sombras rojas.
Deben ver el trabajo audiovisual para descubrir el desenlace del drama, de ribetes e influencias gallegianas.
Anabel Rodríguez sabe redefinir el legado de nuestras bellas letras y artes, desplegando una metáfora dolorosa y necesaria de las casas muertas del milenio, de los cien años de soledad, del realismo trágico, de un sueño devorado por la maleza de la pesadilla comunista.
La pieza se encuentra disponible en la página web de Trasnocho Cultural.
Recomendamos atender a su mensaje de síntesis de una crisis, de una depresión catastrófica.
El crítico Federico Karstulovich la consideró una aguda autopsia de la miseria vernácula, signada por su capacidad de tomar el todo por las partes y viceversa.
En efecto, Congo Mirador es “Érase una vez en Venezuela”, una máxima compresión de nuestros males y padecimientos, de nuestros flagelos y desidias, de nuestras pequeñas virtudes y grandes fracasos.
La profesora tiene que cerrar la escuela y migrar en bote, con su hogar desplazado sobre unas lanchas.
Por arriba, un dron capta el momento con el ojo clínico y sensible que brinda la experiencia.
La burócrata deja de mecerse en hamacas, como una vulgar parasita, para ir al encuentro del impresentable gobernador Arias Cárdenas, con el fin de abogar por las demandas de Congo Mirador.
El hombre la recibe con un desfile de desplantes populistas, la corta en plena introducción del pliego de exigencias para atender una llamada banal por celular.
El hechizo se rompe delante de los ojos de la soldada de la dictadura endógena.
Por lo visto en la película, la extinción del Congo Mirador, a través del crecimiento indetenible de la vegetación tóxica, fue inducida como escarmiento por desafiar a la hegemonía de la izquierda.
En el 2017, los habitantes votaron mayoritariamente por los candidatos a diputados de la tarjeta de la Unidad, escribiendo su destino incierto y su futuro de terror.
La estrategia del Congo se extendió a toda la región del Zulia, y en general, a la Venezuela que enfrenta a los charlatanes del marxismo.
La buena noticia es que exista un documental que reconstruya el hecho criminal, el genocidio silencioso, sin censura, para la posteridad.
Ojalá que consiga la nominación.
Así el tema se proyectará en una vitrina como la del Oscar.
Cualquiera sea su suerte, “Érase una vez en Venezuela” ya entró en el short list que componen leyendas e íconos como “Araya”.
Una mirada humana que traspasa fronteras, ideologías, épocas y cuestiones binarias.