En su obra seminal, El hombre y la historia, que estima de ensayo sobre la sociología venezolana el autor, José Gil Fortoul (1861-1943) y que publica en París en 1896, intenta explicar – tal como deberíamos hacerlo nosotros en el presente – el estado de la república.
Apela, desde el principio, al contrapunteo con otro venezolano de excepción e ilustrado de la época, J. Muñoz Tébar (1847-1909), quien en 1891 publica en Nueva York su texto Personalismo y legalismo, a fin de predicar cómo las leyes y las religiones influyen en aquellas; a lo que de entrada argumenta Gil que, si ello fuese así, el comportamiento de no pocos conquistadores nuestros hubiese sido más civilizado.
Agrega, seguidamente, lo que acaso nos es genético y determinante en cuanto lo venezolano y que la fatalidad luego nos impone llegado el siglo XXI, al afirmar que “no es el hombre cosmopolita por naturaleza”. Y prosigue, al decir que “muéstrase cosmopolita el hombre, solamente cuando ha llegado a una civilización muy avanzada, cuando la ciencia, el arte y la industria le han hecho capaz de neutralizar fácilmente o modificar las condiciones del medio que amenazan su salud y su vida. No habría determinismo en lo venezolano, en suma, salvo la afirmación de que el espacio y el tiempo – lo lugareño – es lo natural o connatural a su especie humana.
Esa fue, cabe decirlo, la mejor herencia trasladada por el español a América y que marca a los orígenes venezolanos, pues a la par de la monarquía la organización pública de la península y la nuestra fue esencialmente localista y municipal. “La vida local se desarrolló ampliamente en las tierras de Indias, como una consecuencia y objetivo de la obra colonizadora… La constitución de una ciudad – la primera en Venezuela es Nueva Cádiz – en Indias, se completaba con el establecimiento de su régimen local o municipal, que representaba el remate institucional de fundación ciudadana”, explica José María Font, catedrático de Valencia (José Tudela, editor, El legado de España en América, I, 1954).
Hoy, al espacio y al tiempo se le oponen tendencias de aniquilación que privilegian lo virtual y cultivan la instantaneidad; por lo que, siendo éstas logro inequívoco e inevitable de la ciencia posmoderna, al cabo, desbordadas, apagan todo síntoma de cultura en evolución.
Vuelve otra vez Gil Fortoul a Muñoz Tébar, así, para razonar sobre la tesis de este e ir avanzando sobre el diagnóstico de lo venezolano. “La causa única de las desdichas políticas en las repúblicas hispanoamericanas – dice este – es que en ellas sólo ha habido gobiernos personalistas, sostenidos por pueblos personalistas, lógica consecuencia de las costumbres españolas que heredamos y que no cambiamos cuando cambiaron nuestras instituciones políticas”, afirma Muñoz. A lo que Gil discierne precisando lo que sigue: “Empezó la evolución histórica de Venezuela con la guerra entre la raza española y la raza india, guerra que ocasionó, una vez destruida o domada la población indígena, la adaptación del régimen autoritario que es característico, sino de toda la nación española, sí de los españoles que realizaron la conquista”. Y agrega que, “al cabo de tres siglos, formada ya otra raza por la mezcla de españoles, indios y negros, estalló la guerra de la Independencia, que determinó la constitución de una nueva nacionalidad y de un nuevo Estado político, diferentes una y otro de la raza conquistadora y de la raza conquistada, pero conservando en su temperamento y costumbres la influencia de los elementos étnicos primitivos.”
Sobre dicho anclaje, el autor que releemos cuestiona la predica de no pocos historiadores y publicistas venezolanos, a cuyo tenor desde la hora inaugural de la república, a partir de 1830, pugnan dos visiones doctrinarias y partidarias, una liberal y otra conservadora; reflejos – cabe agregarlo – de ese ser que somos los venezolanos y es fatalmente inacabado.
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Mas hace suya, Gil Fortoul, la tesis de Domingo A. Olavarría (1836-1898), plasmada en el Estudio Histórico Político que publica en Valencia, Venezuela, en 1893: “Los verdaderos liberales de Venezuela han sido los que llevan los apodos opuestos; pero los llamados liberales han tenido la habilidad de tomarse insistentemente ese calificativo … al paso que los otros han incurrido en la candidez de dejarse apostrofar al gusto de sus contrarios” se lee. No por azar se le atribuye a Antonio Leocadio Guzmán, padre del general Antonio Guzmán Blanco, al decir que era liberal pues sus opuestos se dicen conservadores; que de lo contrario él sería conservador.
Se fijó así la primera línea divisoria de voluntades entre los venezolanos de la época: Conservador es el “hombre perteneciente a una familia distinguida por sus antepasados, por su riqueza, por su ilustración o por sus simpatías hacia todo gobierno fuerte, despótico o cruel, y Liberal, y desde el 58 hasta el 70, federal, quería decir: hombre sin ideas políticas fijas, poco respetuoso de la ley, enemigo de la clase más rica o más instruida y amigo de las clases populares, inclinado al militarismo y a los cambios frecuentes de leyes y gobiernos”.
Visto esto serían unos cabales liberales –observando a lo actual – los gobiernos venezolanos entre 1999 y 2023, pues para éstos han sido conservadores y oligárquicos los gobiernos democráticos que cubre el tiempo del Pacto de Puntofijo (1959-1999). Ello, a pesar de que quienes los encabezaron, todos a uno fueron ajenos a la élite mantuana, de clara extracción popular e ideas apropiadamente liberales.
Casualmente, es ahora y en este tiempo, en curso de cumplirse las dos centurias del nacimiento de la república, cuando se insiste en demonizar al general José Antonio Páez, un lancero de los llanos y primer presidente de la república de 1830, tachándole como reo de traición al Padre Libertador, Simón Bolívar; éste, heredero de familia criolla rica y extracción monárquica, formante de la aristocracia caraqueña, a saber, la misma que prosterna y entra en querella, por sus dudosos orígenes sociales al padre del Precursor, Francisco de Miranda.