La UCV fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el 2001. Hoy luce como una Universidad después de la hecatombe de Chernóbil. Pero no queda en Kiev sino en Caracas. Y su estallido atómico, su Covid 19, se llama chavismo.
Regresé el domingo, tras la pandemia, y la encontré en el peor momento de su historia, vencida por la sombra de la orfandad, tal como conseguí al Museo de Arte Contemporáneo, otra ruina saqueada pornográficamente por el vandalismo del régimen.
Tomé fotos, hasta donde pude, porque la inseguridad y la indigencia impiden el libre ejercicio del periodismo.
Tampoco vale la pena sacrificarse o inmolarse por sacar un celular.
De hecho, estudiantes murieron en vano, a manos del hampa suelta del recinto académico.
Nadie los recuerda en un mural, como a Sergio Rodríguez, un mártir visible porque así lo decreta la hegemonía izquierdista del contexto.
Estudié ocho años en la UCV, tres en Economía y cinco en Comunicación Social, donde finalmente me gradué. Desde entonces, comprendí el influjo pernicioso de las ideas marxistas en la universidad, impidiendo cualquier posibilidad de modificar sus visiones burocráticas y estatistas, cuyos dogmáticos lineamientos la llevaron por una pendiente sin retorno.
El pensamiento subsidiado y parasitario, cavó la fosa de la UCV. Nunca se permitió evolucionar de los fulanos presupuestos y situados, negociados como migajas por el Rector de turno. Demasiados intereses colectivistas y politiqueros de por medio.
Si alguien disentía en la UCV, lo caían a palos, lo acosaban, lo encañonaban, lo amenazaban, lo atacaban con bombas lacrimógenas.
Por largo tiempo, los extremistas secuestraron el rectorado, exigiendo demandas absurdas de pranes, a espaldas de la comunidad.
Cuando les daba la gana, tiraban piedras en Plaza Venezuela, como cumpliendo una rutina de oficina.
Desde Comunicación Social los veíamos, martillando “para la causa” y recoletando las montañas de rocas que lanzarían contra las ballenas de la policía, a modo de intifada estéril.
De adulto entendí que era parte de un juego de poder, de un método violento, de un equilibrio del terror, que solo beneficiaba a un grupito, a un sector minoritario.
A finales del siglo XX, la UCV estaba cansada de ellos, de las viejas ideas de lucha subversiva que en nada habían mejorado las condiciones de estudiantes y profesores.
En Economía descubrí que el marxismo estaba cuasi extinto en la facultad, donde la base docente era disidente y abiertamente de tendencia liberal, lo cual no era un hecho aislado. Los profesores exitosos y solicitados, lo más buscados, pertenecían al IESA y predicaban las ideas de libertad de los mercados.
Igual ocurría en Comunicación Social, Arquitectura, Medicina, Farmacia, Administración, Bioanálisis, Derecho y Odontología, bastiones de resistencia.
Por desgracia, no nos preocupaba la política, y el enemigo lo sabía y lo explotaba, creando sus feudos en Historia, Trabajo social y algo de Humanidades.
Aunque el ñangarismo iba a la baja, pues presionaba y ganaba elecciones. Pero su fuerza se diezmó y apagó en el milenio, hasta desaparecer.
Cuando la izquierda perdió el control político real del rectorado, el chavismo buscó mil formas para dar golpes de estado, como con los tomistas.
La Central barrió al chavismo en elecciones, promoviendo cambios puntuales, como generar recursos propios por los alquileres del Aula Magna, que alcanzaban para pagar gastos fijos.
Por momentos, uno se ilusionaba con la programación cultural, los conciertos y la remodelación del estadio, producto de las gestiones de los últimos rectores.
No obstante, el chavismo se la tenía jurada a la Central y se vengó de ella, aplicándole la asfixia inducida que le practicó a la oposición de las ciudades, obligándolas a salir por la frontera a pie.
A la digna resistencia de la Central, la aniquiló la falta de un presupuesto decoroso y generoso, la asfixia mecánica que le propinó el chavismo, a la manera de un jaque mate.
En días recientes, los actos de demagogia prometieron un desenlace esperanzador para el futuro gris de la UCV.
Sin embargo, la realidad es la que muestran las fotos que compartimos en nuestro reportaje: desolación, desamparo, horror vacui, una postal de la destrucción cultural del patrimonio.
Jamás había visto el pasto tan crecido, como una mala hierba, el aspecto decadente y enrejado de Tierra de Nadie, las grietas de la Biblioteca, la mendicidad conviviendo cerca de un mini río Guaire que cubre la calle adyacente de FAU, los olores de baño de carretera al lado de la plaza cubierta, las canchas conquistadas por el pasto y los desperdicios, el ambiente fantasmal de un elefante blanco.
Te quedas sin palabras y sin aliento, recorriendo y atestiguando el hundimiento de la Central.
Ni hablar de sus alumnos y profesores que mueren de hambre.
Pongamos el tema en el tapete, para que iniciemos otra vez la conversación tabú y postergada, la de si la UCV puede mantenerse gratuita, dando pena ajena, o si en cambio impulsamos una reforma seria, que le permita sobrevivir como proyecto respaldado por la empresa privada.
La UCV no puede vivir atascada en la nostalgia paralizadora, soñando con que un héroe dadivoso y populista la rescate de su drama, de su coma, de su tragedia.
Sería enroscarse en el círculo vicioso del que pretendemos salir, como país.
Me permito, a mi edad y con mi experiencia como docente, recomendar una discusión de altura que promueva una transformación real de la UCV.
Por lo pronto, la Central se extingue en una pesadilla que le diseñó la peste roja.
Fotos de Sergio Monsalve.
Agradecimientos a Malena Ferrer.
Texto de Sergio Monsalve. Director Editorial de Globomiami.