J. Balvin ha protagonizado un desgarrador documental sobre el reconocimiento de su enfermedad mental y de cómo superarla en familia, con resiliencia.
La depresión es un tema tabú en el mundo de los hombres, de los meros machos, quienes la sufren y la padecen en la intimidad, sin entender sus dimensiones psicológicas y sus consecuencias letales.
Parte de su incomprensión produce cuadros crónicos y severos que acaban en un suicidio evitable, que deja a niños huérfanos y a amigos con sentimientos de culpa.
Uno de los cantantes más famosos de reguetón ha decidido dedicarle un documental al problema personal y colectivo.
La película lleva por título “El Chico de Medellín” y debe ubicarse en el top ten del año, dentro de la tendencia de la no ficción.
Está disponible en Amazon Prime.
Pude identificarme plenamente con la película por dos motivos: conocí de cerca el túnel interminable de la depresión y el director de la cinta es un “capo”, nominado al premio de la academia, al encargarse de la ejecución de dos obras maestras, “Cartel Land” y “City of Ghost”.
El realizador Matthew Heineman logra armar un filme duro y complejo, alrededor de un arco dramático con tres puntos de interés.
El primero es acompañar al protagonista en su regreso a su ciudad natal, una Medellín renacida tras las cenizas del reinado de Pablo Escobar, donde el músico y cantante enfrentará un reto no menor, que es ofrecer un concierto en el estadio Atanasio Girardot.
Si las siete edades del rock culminaron en los festivales de miles de espectadores en monstruosidades como el campo de River Plate, el reguetón ha venido a reclamar su ascenso en el trono que hasta hace nada dominaron ACDC, Metallica y Soda Stereo.
Guste o no, los chicos que hoy lo rompen todo, en las ventas de Spotify, son los nuevos malos de Puerto Rico y Colombia.
Bad Bunny canta lo que le da la gana en español y lo pega en el mercado.
Balvin hace álbums más conceptuales y trabajados, capitalizando el dólar de la economía sentimental, de los diversos colores del espectro millenial.
Efectivamente, el documental aborda un segundo aspecto humano que se relaciona con el arte pop de “El Chico de Medellín”.
Desde el arranque entendemos que sus bajones y caídas de ánimo no representan un mero gimmick, el truco especulativo del clásico influencer que explota sus dolencias delante de la cámara, con el fin de manipular el sentimiento de empatía y protección de la audiencia.
Un director como Matthew Heineman no va a traicionar su compromiso con la búsqueda de la verdad, rodando el típico “sadfishing” de un reality show de Youtube, cuya intención radica en monetizar la desesperación y la tragedia de un personaje, que exagera sus aflicciones para venderse, a costa de nuestra compasión.
La película adopta un enfoque reservado al inicio, que es el del espectador un poco escéptico ante las dolencias de un hombre privilegiado que vive en una mansión de un perfecto diseño minimalista, rodeado por esculturas de ratones, en un ambiente súper hípster.
Luego, el director hace su trabajo, al nunca detener el rodaje, captando la intimidad de las jaquecas y los declives de humor del cantante en la cúspide de su fama.
Balvin, en el tercero de los planteamientos argumentales de la pieza, lucha encarnizadamente con sus demonios y fantasmas, tanto reales como virtuales, enseñándonos una técnica que es suya y a la vez del contexto de Medellín.
Esto es, enfrentar a tus peores miedos y terrores, cara a cara.
En adelante, contaré spoilers que explican la potencia discursiva del relato.
Ya yo estoy sorprendido y extasiado, en una noche desolada de un viernes, sin plan alguno, más que encontrarme ganándole un par de horas al vacío de la oscuridad de una Caracas espectral y zombie.
A Balvin, como a muchos de nosotros, lo acosa un troll anónimo, que lo odia por no asumir posición en el conflicto político de Colombia, el cual sigue su ruta en el 2021, polarizando a un país que era feliz y no lo sabía, hasta la pandemia y la intervención del Foro de Sao Paulo, aunado a las decadencias y contradicciones del sistema democrático que lidera Iván Duque.
No se lo tomen a mal, chicas y chicos, pero la democracia en el continente no marcha bien, independientemente del partido de gobierno.
Coincidimos en que la izquierda hundió a Venezuela, amenazando con barrer y arrastrar a países vecinos de la región.
Sin embargo, aparte del tema ideológico, hay un asunto de gestión que no está funcionando en el continente.
Y mejor lo dejo hasta acá, para no seguir hablando de un asunto que no tiene solución, de momento.
El punto es que Balvin sí que empieza por trabajar cada uno de sus conflictos, en una lección de autoridad moral e independencia ciudadana.
Por Instagram, Balvin cita a su “hater” en un ensayo, para conversar y elaborar sus diferencias.
Nos entra un auténtico sustico, estimulado por el hábil manejo de la tensión audiovisual.
El “hater” asiste y dialoga con Balvin, en un encuentro ejemplar de cómo romper los límites y las barreras del entorno digital, aproximándose al temido diferente, al que no sabemos tolerar, desde la incomprensión y la comodidad que brinda la lejanía del anonimato.
El guapo de teclado es escuchado con atención en sus demandas, por un Balvin que promete reflexionar y hacer una autocrítica por decidir no tomar partido frente a la delicada situación de su país.
La proximidad calma las aguas turbulentas, dándole una oportunidad a la paz y la reconciliación.
Uno de los mensajes edificantes que aprendemos de la mano del niño de Medellín.
Después Balvin asume una terapia con doctores, especialistas e incondicionales, desnudando las fases de su depresión en el metraje del documental.
Lo vemos generalmente down, necesitado de afecto, angustiado por el futuro, preocupado por su pasado, con dificultad para permanecer a gusto en presente.
Inconscientemente, Balvin emprende una fuga, una huida y una odisea, que le ayuda a camuflar, amortiguar y rezagar el impacto de la depresión.
Con meditación y una batería infinita de recursos, el artista consigue ir domesticando a su enemigo interno, conforme nos acercamos al clímax del concierto, donde todo es alegría y satisfacción por alcanzar una cumbre en su carrera.
El pueblo de “medallo” pide reguetón y él se lo da como un momento de necesaria tregua en el conflicto eterno de Colombia, que antes fue la droga y la guerrilla, que actualmente toma el cariz de un escenario apocalíptico familiar y harto sospechoso, de un vientico que huele a reclamo justo, pero también a intervención de manos interesadas en la destrucción de Colombia.
De cualquier modo, Balvin cumple su palabra de caballero y brinda un discurso sobre las protestas de su país, en un plano bastante equilibrado y adulto, sin caer en concesiones demagógicas con la izquierda o la derecha.
Balvin conserva un centro sensato, ni pendejo que fuera, decantándose más por hacer y crear, antes que por sentenciar y quejarse.
La diferencia entre Balvin y su hater, es que el segundo sigue en el anonimato, mientras que el primero propone acciones concretas que ejecuta por el bien común.
Le agradecemos por el viaje y por la ocasión de elaborar sus penas en dos horas inolvidables, en dos de las horas más productivas que el crítico Sergio, que sufrió de depresión, haya podido disfrutar en la pandemia, descubriendo secretos que le pueden servir para mejorar su existencia.
Una depresión que es suya y la de un país.
Así que empiecen por reconocerla y curarla de raíz, aunque sea activándose, pidiendo ayuda profesional o enfocándose en un objetivo positivo.
Lego.
Sergio Monsalve. Director Editorial de Globomiami.