Nicolás Maduro convirtió el Poliedro en el nuevo campo de concentración del chavismo, para intimidar a la oposición, recluir a los pendejos contagiados, desviar la atención, montar un show con dinero expropiado de las arcas de la nación.
Conocimos a El Poliedro cuando albergaba conciertos de rock, eventos deportivos y el primer concurso de belleza del continente, el espectáculo de mayor rating en el país.
Ahí vimos a Soda Stereo con Gustavo Ceratti, Guns N’ Roses, el Circo del Sol y el último toque de Aerosmith en la gran Caracas. Mi primera experiencia, en la construcción de la Rinconada, fue un recital de Flans en los años ochenta.
Por tanto es un símbolo arraigado en el corazón de todos los venezolanos. Un lugar de los afectos, del desarrollo de actividades culturales, artísticas, creativas. Un espacio diseñado para proporcionar felicidad y vistosidad, desde su propia concepción arquitectónica, a cargo del genio Jimmy Alcock, quien proyectó el concepto de la edificación en el año 1971.
Su inauguración acontece durante las postrimerías del primer gobierno de Rafael Caldera, el 2 de marzo de 1974, días antes de cederle la banda presidencial a su sucesor Carlos Andrés Pérez.
Tiempos aquellos donde había alternabilidad democrática y electoral, sin ocurrir dramas, amenazas, golpes de estado, intentonas, maniobras, manipulaciones constituyentes, comicios amañados.
Por cierto, el 6 de diciembre pretenden cometer el fraude de hacer unos sufragios ilegítimos, a espaldas de la comunidad internacional. Típicas barbaridades de la secta del Foro de Sao Paulo, copiadas de la era salvaje de los Monagas en el siglo XIX. La oposición y la resistencia se niegan a participar de la farsa. Deberían suspenderla por respeto a las miles de víctimas de la pandemia.
Pero la dictadura huirá hacia delante, porque el populismo mediático es su única divisa. Así, de hecho, utilizan la pantalla del “centro asistencial del Poliedro”, a modo de campaña de propaganda.
A tal efecto, disfrazaron de médico a El Potro Álvarez, rodeándolo de una parafernalia de hombres forrados en uniformes blancos de sala de operaciones radioactivas de una central nuclear.
En el confinamiento, los boliburgueses se dedicaron a maratonear los capítulos de “Dark” y “Chernobyl”, para repetirlos sádicamente como ópera gore, como película de cautividad y actividad paranormal. Tipo ET al momento de ser secuestrado y capturado por la temible burocracia científica.
Steven Spielberg estaba claro al realizar un filme sobre el temor de la sociedad ante los abusos del poder. El alien le servía de metáfora del visitante amigo y pacífico, cuyo principal objetivo era regresar casa. Obvia alegoría del fin de las tensiones de la guerra fría, del inevitable triunfo del capitalismo frente a las cortinas de hierro del socialismo real. Se apostaba a un futuro de superación de conflictos, entre especies, idealizando la comunión de un niño con un pequeño extraterrestre. Por aquel entonces Alf se escondía en una casa de unos blancos de clase media, bajo el lema de “no hay problemas”.
Pronto el pánico volvió a tomar a la escena, con el ascenso de las mafias del narcotráfico, el comunismo bolivariano, el terrorismo islámico. La fiesta concluía y Spielberg narraba la agonía de los sueños en cintas cumbres de la talla de “La Lista de Schindler”, “Minority Report” y “War of The Worlds”, tres largometrajes proféticos del actual desorden distópico, a la sombra del holocausto, la vigilancia total y el descontrol bélico de los territorios, por fuerzas e influencias foráneas. De tal manera, terminó el relato de la globalización.
En tal sentido, El Poliedro mira al mundo con el peor rostro del regreso del fascismo, de proyectos fracasados en el siglo XX, resumiendo el uso pragmático de la técnica de Vigilar y Castigar.
Es un panóptico, una cárcel con cubículos deshumanizados, una prisión para encerrar enfermos, ofrecerles unos cuidados precarios, condenarlos a la soledad de la muerte y después llevarlos a un horno crematorio, quemando cualquier evidencia de negligencia.
No es un chiste, no es una gracia, no es un juego. Un pobre señor llegó al sitio con el fin de obtener asistencia. Se grabó valientemente con su celular. No lo atendieron. Denuncia la instalación de un parapeto, de una escenografía, de una vulgar temporada del Microteatro en cuartos vacíos. Afuera, asegura él, espera sí una imagen espeluznante de una especie de morgue móvil. El fuego de Fahrenheit 451 combustionará las pruebas.
Vaya peligro y reto para todos. Como siempre, apagan el incendio con gasolina iraní. Expropian y corrompen el sentido original de un patrimonio urbano, buscando generar un shock en la población. En vez de procurar el remedio del sistema hospitalario y de respaldar la iniciativa privada de las clínicas, optan por implantar un espejismo paralelo.
Ustedes saben cómo termina la historia. Recuerden las intervenciones fallidas de las universidades, de los hoteles, de las bibliotecas, de los parques, de los edificios, de las calles, de las plazas, de los aeropuertos, de los museos. Lo que tocan lo transforman en ruina. Son Midas de la desgracia.
Ojalá que el Poliedro sobreviva para contarla. Por ahora, su memoria no descansa en paz.