En artículo suyo de reciente fecha, el ministro federal de Relaciones Exteriores alemán, Heiko Josef Maas, pide un nuevo comienzo en la asociación trasatlántica a propósito de las elecciones en Estados Unidos. Describe el exacerbado clima que hoy vive la nación norteamericana valiéndose de un superlativo copiado de los medios: “Democracia al borde del abismo”, vendría a ser el leitmotiv del enfrentamiento por la Casa Blanca entre Donald Trump y Joe Biden.
Opto por entender el énfasis de Maas a la luz de la alerta que, como cardenal, hace el Papa emérito Benedicto XVI en 2004, ante el Senado italiano. Luego del derrumbe comunista, advierte que la progresiva “disolución de la conciencia de los valores morales intangibles es precisamente ahora nuestro problema; puede conducir a la autodestrucción de la conciencia… que debemos comenzar a considerar –independientemente de la visión del ocaso de Spengler [La decadencia de Occidente]– como un peligro real”.
Joseph Ratzinger, lejos del cliché del desencanto democrático predicado por la ONU o de la crisis agonal de la democracia, apunta a lo vertebral. Habla de la crisis de discernimiento contemporáneo, pues como lo dice luego ante el parlamento federal alemán, en 2011, “cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura”. No hay asociación trasatlántica perdurable, pues, sin una revisión seria de esta premisa.
En el artículo que nos ocupa, mirando a USA y al mundo trasatlántico observa Maas que “las instituciones de América [a las que Alemania debe su libertad y democracia] merecen confianza”. Agrega lo que los alemanes han aprendido de los norteamericanos: “La democracia necesita reglas que sean aceptadas por todos sus representantes”, es decir, saber ganar y saber perder dentro de un Estado de Derecho.
El caso es que el Papa jubilado, en su exposición ante los italianos sostiene que “Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico”. Y por esa vía, incluso admitiéndose que “Occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos”, lo hace, pero situándose ante las otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura y disolviendo sus propias certezas. “Ya no se ama a sí mismo, sólo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo…”, esgrime Ratzinger. Destaca lo que falla de raíz, como la activa defensa por Occidente de los fundamentos judeocristianos y grecolatinos de la democracia y del Derecho.
No por azar recuerda a los parlamentarios de su patria de origen lo que ellos experimentaran a mediados del siglo XX, al desvincular al Derecho de una adecuada comprensión antropológica. Señala que gran parte de las materias que se han de regular bajo el criterio de las mayorías, no alcanza ni es evidente para resolver las cuestiones “en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad”.
Acude, para demostrarlo, a la misma experiencia alemana. “El Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar al mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo”. Sólo el discernimiento que quedó en los combatientes de la resistencia contra el nazismo, su capacidad para distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente, como la conciencia de que en Alemania “el derecho vigente era en realidad una injusticia”, les permitió prestar un servicio al Derecho y a toda la Humanidad durante la reconstrucción, recuerda.
El asunto, por ende, es raizal y nada baladí, salvo que se crea que todo lo resolverá el azar electoral estadounidense. En la actualidad, disueltas como se encuentran las bases territoriales del Estado y las personales del Derecho, por debilitados los mismos soportes conceptuales del Leviatán con el paso desde la modernidad hacia la Era de la Inteligencia Artificial y el gobierno de las plataformas digitales, en la coyuntura que ya lleva treinta años desde 1989, disueltos los lazos de la ciudadanía y rotos los vínculos con la representación política, medra y domina la dispersión en todos los ámbitos de Occidente. Es el verdadero caldo de cultivo de los radicalismos en curso.
Maas pone el acento sobre sobre la división dentro de Estados Unidos y destaca que “la democracia sufre” con ello y así se la ha experimentado durante el coronavirus, pero obvia que está presente en la totalidad del mundo occidental. Empero acierta, aquí sí, sobre la importancia en democracia de “una cultura de interacción civil”, que la entiendo como la cultura que sabe conjugar más allá del Estado y de los «métodos» democráticos.
Quizás siguiendo a Luigi Ferrajoli, filósofo florentino del Derecho quien sugiere de necesario afrontar las “cosas nuevas” reconstruyendo a partir de los principios de solidaridad y de subsidiariedad, imposibles de practicar si no se les ancla en el reconocimiento ordenador de la dignidad de la persona humana como se hace al término de la Segunda Gran Guerra del siglo XX, concluye Maas, sin proponérselo, en una forma de resolución de la aporía que impide lo anterior desde los años 1960 y se vuelve antigualla para los internautas y los enclaves primitivos étnico-raciales y de género que han sustituido a nuestras naciones y a la misma identidad dentro de la ciudadanía: la soberanía de los Estados.
“Poner la asociación trasatlántica en una base aún más amplia, a través de una política específica que acerque aún más a los Estados, los Estados federados, los municipios, las universidades, las instituciones de investigación, las empresas y los profesionales de la cultura de ambos lados del Atlántico… por encima de las divisiones ideológicas”, es la propuesta del ministro alemán. Un paso importante, enhorabuena.
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