Por Francisco Toro Ramírez
Rómulo Betancourt, demócrata y estadista sin igual en la historia de Venezuela; transitaría en su vida política por diversas corrientes.
Desde una comprensión criolla del marxismo, cuando se convencería, como dice Gregorio Luri, que “Las revoluciones son el aquelarre de las mentiras consideradas nobles”, para dar paso a una pragmática visión de la social democracia, logrando así vencer a la derecha reaccionaria, y a una izquierda radicalizada al servicio de intereses foráneos.
Para echar las bases que darían vida al período institucional más próspero en la historia de Venezuela. Hasta ser en sus últimos años como Senador vitalicio, una figura con claros rasgos de un político genuinamente conservador. No esa absurda caricaturización que suele leerse sobre lo que es ser conservador. Sino un estadista verdaderamente preocupado por resguardar un orden establecido; una conciencia y unos valores que habían costado mucho edificar: cárcel, exilio y muerte.
Y es que lo que con gran esfuerzo se construye, en un parpadeo puede derrumbarse. Lo sabemos muy bien los venezolanos.
Así, en un país marcado por el caudillismo militar, ser un conservador era la etapa ulterior natural a la construcción de la que fue una de las democracias más vibrantes del continente. Parafraseando al siempre lúcido Sir Roger Scruton, la actitud de cualquier ser humano, su instinto intrínseco, es preservar todo aquello que le rodea, donde se encuentra a sí mismo, y por lo cual siente un profundo amor.
Una vez finalizado el período constitucional de su presidencia, Rómulo buscó mantener una prudente distancia del proyecto democratizador venezolano, a pesar de haber sido uno de sus mas empecinados impulsores. Hasta el punto de llevar un auto exilio por ocho años, a partir de 1964, que lo llevaría a residenciarse en Berna y Napoles. La experiencia del llamado “Trienio Adeco” y su talante de demócrata irreductible le exigían evitar toda intromisión innecesaria.
Pretendo fundamentar este acercamiento a la figura del político oriundo de Guatire, en un hecho histórico muy importante que tuvo lugar en 1975. La discusión que se llevó a cabo en el extinto Congreso de la República, sobre la Ley que reservaría al Estado, la industria y el comercio de los hidrocarburos.
En especial el controvertido artículo 5. El mismo Betancourt definía así la diatriba: “Voy a decir que respaldo a plenitud ese artículo 5, el cual no establece sino dos posiciones: la posibilidad de contratos operacionales de la casa matriz que va a administrar toda la industria; o de contratos de asociación”.
Refiriéndose a dejar abierta la posibilidad de asociaciones con empresas extranjeras cuando el Estado fuese incapaz de llevar adelante los proyectos por sí mismo. La discusión mereció una de las intervenciones más relevantes que haría el político adeco en su función como Senador. Donde disertaría con material ya publicado en su obra emblemática, Venezuela, Política y Petroleo.
Y aquí hay que destacar que el asalto al erario público en la era de las concesiones no era tanto por las prácticas de las empresas extranjeras sino por las mentalidades coloniales que tenían los propios caudillos, con algunas pocas y honrosas excepciones de funcionarios como Gumersindo Torres; y por la conveniencia que daba a sus bolsillos el no tener un sistema legal robusto que funcionara en favor de la nación.
El discutido artículo se aprobaría y tendría así sustanciales implicaciones 25 años después, haciendo posible la Apertura Petrolera. Podría decirse que la posición que asumió Betancourt estuvo signada, de manera tal vez intuitiva, por la máxima burkeana donde la supervivencia de una sociedad viene dada por un fino hilo que ensambla a las generaciones previas, presentes y a aquellas que están aún por venir.
A su regreso a la patria, Betancourt se vería entonces a si mismo como una figura al servicio de la preservación de una democracia que creía ya consolidada. Evidenciándose en el discurso al cual ya se ha hecho mención, titulado la Venezolanización del Petróleo.
Apenas en el primer párrafo señalaría “…actuar como un factor moderador en la República, y prestar todos los servicios posibles al mantenimiento y vigencia del régimen democrático…”.
Asimismo afirmaría lo siguiente: “yo, quien soy apenas bachiller y no abogado y lo sé como cualquier hijo de vecino – que las leyes son como la vida. No estratificadas, sino sometidas a un proceso de evolución y cambio.”
Deslastrado de prejuicios ideológicos y convencido de las posibilidades que se abrían para innovar, el Betancourt conservador comprendía que los instrumentos legales emanan de las tradiciones y no son estáticos, dejando claro, como señala Gregorio Luri en su libro La Imaginación Conservadora, que “la tradición nunca está hecha, siempre se está haciendo; que la tradición es transmisión del desarrollo vivo de lo nuestro, la historia leyendo el presente.”
En ese espíritu, leía nuestro personaje el presente en aquel 1975, mediante un amplio conocimiento del pasado reciente, para defender el aludido artículo con la sólida convicción de que esto abriría las posibilidades de desarrollo para las futuras generaciones de venezolanos.
Don Rómulo observaría también en el texto citado que “…ojalá que mi proposición ingenua, pero hecha de la mejor buena fe, y que en la Cámara del Senado, la cual, por otra parte, es la cámara de los viejos, el debate transcurra dentro de un clima de serenidad”.
Esa “cámara de los viejos” no era otra cosa que la fuente de un conocimiento fundado en la experiencia previa, en la comprensión y respeto por un pasado y una herencia común que debía defenderse a toda costa; y de como este se articula con el presente para tomar decisiones que no menoscaben las relaciones de copertenencia en una nación.
De esto se desprende que en definitiva la postura de Betancourt tenía como propósito único, parafraseando una vez más a Roger Scruton, mantener sano y con vida el organismo social. Objetivo último del conservadurismo.