“Karate Kid” se estrenó en la era del rearme moral de Reagan, siendo un filme bisagra entre la generación del New Hollywood y el conservadurismo americano de la siguiente década.
Lo dirigió el mismo realizador de la oscarizada “Rocky”, Joh G. Avildsen, quien logró redoblar su apuesta en el género mixto de las artes marciales para los teenagers confundidos de los ochenta, cuando filmes como “Breakfast Club” traducían las angustias existenciales de una era de cambios.
A John G. Avildsen se le llamaba el “rey de los underdogs”.
Por ende, la fiesta setentera, de la coca y el disco, había terminado. La sociedad atravesaba un largo ratón moral, tras los experimentos fallidos de los hippies, los fiascos de Watergate y Vietnam, los reformismos tímidos y mediocres de Jimmy Carter.
Un actor de segunda de la meca llegaba a la Casa Blanca en medio del escepticismo de todos. Fue el primer antecedente mediático de Trump en la escena política de USA, continuando la senda republicana de Nixon.
En una década de bajón y sentimiento de derrota, Rocky logró amalgamar una historia de reconciliación colectiva con el sueño americano, a partir de sus bases fundantes: el esfuerzo personal, la competencia, la confianza en la religión de la movilidad social y el espíritu de superación de los outsiders.
A puños, Silvester Stallone fue uno de los mejores publicistas del capitalismo ante el declive de la Unión Soviética.
Reagan adoraba las películas de Rocky, al encontrar en ellas interpretaciones literales de sus relatos y doctrinas contra el comunismo.
Rambo estaba cansado de la burocracia, de ser tenido como un paria por defender a su país y decidía recuperar su autoestima en una guerra personal.
De igual manera, Daniel Larusso vino a representar a un “working class hero”, cuya victoria se debía no al recibimiento de un subsidio o de una dádiva estatal, sino de emplearse a fondo en un trabajo de reconstrucción física y mental, haciendo las paces con el antiguo enemigo japonés.
Los nipones brindaban el “know-how” y los chicos americanos ponían en práctica las lecciones de éxito de los viejos senseis.
El matrimonio perfecto expresaba el presente y el futuro de la compañía productora, Columbia Pictures, al ser absorbida por los compatriotas tecnológicos de Pat Morita.
Los negocios hermanaron a dos naciones en conflicto, durante el fin de la era bipolar. Así el gigante Sony entró a jugar duro en la meca de Los Ángeles.
Hoy el multimedio patrocina la secuela de Karate Kid, “Cobra Kai”, conquistando desde los corazones de Youtube hasta los algoritmos de Netflix, manteniendo a los niños atados a la trampa caza ratones del software de “Social dilemma”.
Pero la paradoja de “Cobra Kai” no se resuelve fácilmente como la típica serie eterna de mero enganche a través de una campaña de creación artificial de un hype de diseño.
La saga, de apenas dos temporadas, sabe mover teclas y fibras sensibles de unos espectadores sometidos a una dramática erosión de valores e ideas. Ahí el guion del proyecto encaja como una de las experiencias más brutales de la televisión descafeinada del siglo.
Mientras HBO tomó el camino condescendiente de complacer al progresismo de las eternas víctimas, Sony apostó fuerte por el mercado abandonado de la incorrección política, para abrazar los conflictos ideológicos de los años de Trump.
Por tanto, el libreto sirve de desahogo de unos adultos cansados del proteccionismo de los niños de cristal, sin descuidar a un target importante de adolescentes en busca de sentido, de orientación filosófica.
A patadas de técnicos y súper rudos, “Cobra Kai” gana un trofeo inmediato en la copa del 2020, al explicarnos didácticamente el debate de Jordan Peterson versus Zizek.
De hecho, Johnny Lawrence se erige ahora en un modélico profesor de las Reglas de la Vida impresas por el gurú de los libertarianos.
Al frente de su dojo, el blanco en crisis recupera su dignidad y hombría, herida por un contexto ajeno a su educación de atacar primero, directo al rostro.
Confronta el miedo de sus estudiantes, eludiendo los actuales métodos de paternalismo equitativo. Los enseña a esquivar el atajo manipulador del victimismo, para defenderse de los bullies por cuenta propia.
Hawk, el chamo del labio leporino, es una de sus máximas creaciones. El halcón emprende vuelo, emancipándose de sus ataduras, en uno de los grandes capítulos de la primera temporada, siempre superior a la irregular segunda tanda, con algunas cuestiones prescindibles y estiradas, del gusto de los fans adictos a la droga del estímulo perpetuo.
Lawrence desarrolla el arco principal del libreto, encarnando el arquetipo western del renegado redimido, del jinete solitario capaz de volver al pueblo de origen, con el fin de limpiar la casa y acometer una dulce venganza.
Salvando las distancias, Johnny es un poco Trump, al momento de ser humillado por el nuevo dueño de la ciudad, Daniel Larusso, un posible alter ego de Obama y de los aromas étnicos de los ricos hipsters del partido demócrata.
El personaje de William Zabka votaría tranquilo por Donald en las próximas elecciones, picado por el orgullo castigado de su sensei Kresse, condenado al abandono de la américa silenciosa, después de prestar servicio en las fuerzas armadas.
Los dos pertenecen a la franja, a la base militante de los caucásicos enojados por la pérdida de sus antiguos privilegios.
Exigen revancha y el plot les dará una segunda oportunidad.
Sin embargo, al respecto, “Cobra Kai” aporta lecciones notables de autoayuda. Los protagonistas nos alertan del círculo vicioso de permanecer enganchados a un pensamiento único, polarizante y belicista.
Lawrence y sus chicos aprenden los límites del “no mercy”. Un mensaje enviado a los extremistas del tea party, a los fascistas de lado y lado. Es importante defenderse pero respetando el honor y la identidad de los demás.
El humor negro reivindica a Johnny, así como su apego a la memoria, a la amistad y al redescubrimiento de su familia.
Pasó del mundo de arriba al de abajo, como los miembros de una clase media en extinción. Confronta a los millenials desde su experiencia boomer.
Manifiesta una ansiedad por temas culturales y económicos.
Parece engrosar el voto de los populistas contemporáneos.
No obstante, dista de ser un propagandista de la demagogia. En realidad, Lawrence desea estar en paz consigo mismo. Una evolución suya será comprender el fiasco de la cultura de la nostalgia. Atrapado por su pasado, no acabará por echar para adelante. Aunque quiera, el pretérito lo persigue como una maldición, a diferencia de la visiones idílicas de “Stranger Things”, donde los ochenta se rememoran bucólicamente.
Para el maestro de Cobra Kai, los recuerdos inspiran pesadillas de fracasos y derrotas dolorosas. La serie le permitirá cerrar su ciclo y salir de la casilla del villano.
Por su parte, Larusso engloba una carrera completamente diferente, transitando de la pobreza a la riqueza financiera. Pero nada es perfecto y los papeles se invierten, refrendando una teoría conocida y viral, según la cual “Karate Kid” encubría que el verdadero acosador era Daniel y no Jhonny.
A sus cuarentas y largos, Daniel se hizo un típico narciso, un tiburón de las love marks, vendiéndose como un embaucador, como un influencer de Instagram, pagado de su fortuna y fama.
Mira de forma condescendiente a su rival, por pedir una cerveza en lugar de beber una margarita snob en un restaurante chicano. Se siente superior moralmente a su oponente, cual clásico donante de élite de las filas de Biden.
Hipócritamente se desliza por las sombras, moviendo los hilos afectivos del poder. Le roba el hijo a Lawrence, imponiéndole el mantra de Miyagi.
Ralp Macchio revela una naturaleza oscura y oculta en su imagen temprana de salvador del valle. El tiempo lo volvió arrogante, codicioso y resentido, a pesar de sus privilegios.
La cámara juega a exponer su cringe, sus trajes acartonados, su vano intento por ser cool y camuflar la edad. En cambio, Lawrence sí resulta atractivo en su estética retro.
De cualquier modo, la serie ennoblece a la audiencia, al brindarle dos personajes robustos y tridimensionales, que hacen uno solo, que sintetizan lo que aspiramos y desechamos, lo que somos y lo que queremos expurgar.
Nada menos que el Ying y el Yang de nuestra civilización agrietada.
Aceptando y elaborando nuestras diferencias, podremos seguir batallando por nuestras ideas, en democracia, con honor.
Elija usted a su candidato de confianza.
Yo, por lejos, me quedo con Jhonny Lawrence.