La experiencia muestra que el país sufre de regresiones y mutaciones profundas a lo largo de su corta historia republicana, cada tres décadas, desde el momento inaugural de la Venezuela independiente, tras la conspiración de Gual y España de 1797. Se toma unos 30 años el proceso emancipador que suma a las guerras por la independencia, luego de lo cual se instala, en 1830, la mal llamada y vituperada república conservadora, esencialmente liberal y tributaria de los constituyentes de 1811. La regenta el general José Antonio Páez, quien separa a los militares independentistas del ejercicio del poder, encomendándole el dibujo de lo nuestro al grupo de ilustrados civiles que forman la Sociedad Económica de Amigos del País. Sobre el pensamiento de estos escribe Elías Pino Iturrieta, en Las ideas de los primeros venezolanos (2009).
Tras las divisiones que suscita el comportamiento de Páez, también por cuestiones muy propias de nuestra estirpe común, que es generosa hasta en los odios desde las horas previas a la Emancipación –he allí el trato excluyente y discriminatorio sufrido por Sebastián de Miranda de parte de los de Ponte y de Tovar Blanco, que relata Arístides Rojas– reencarna en los soldados seguidores de El Libertador el espíritu del encono. Es la saña cainita que tanto agobia a Rómulo Betancourt hacia 1959.
Se declararán liberales sin serlo los bolivarianos, acompañados por el panfletario Antonio Leocadio Guzmán; luego de lo cual sobreviene la Guerra Federal o ‘guerra larga’ hacia 1959. Ella culmina con el Tratado de Coche y se abren de tal modo otras tres décadas hasta finales del siglo XIX, dominadas por el general Antonio Guzmán Blanco, cuyo mencionado padre, a la sazón, es el apologeta del pensamiento constitucional de su pariente, Simón Bolívar: centralista, militarista, de poderes presidenciales vitalicios, y de neta factura tutelar. Es la imagen que cautiva a nuestros positivistas de inicios del siglo XX, encabezados por Laureano Vallenilla Lanz, autor de Cesarismo Democrático, editado en 1919, cuyo término es de factura napoleónica como lo revela De Coquille en su obra Du Cesarisme, en 1872.
Treinta años y algo más, hasta 1935, durará la larga dictadura del castro-gomecismo, la de la zaga andina que clausura el tiempo de la Venezuela de los muchos jefes, para rearmar a la nación bajo la horma de los cuarteles. Es la de la revitalización del cesarismo, hijo de la escribanía citada, que le sirve al poder autoritario para justificarlo. Y es contra esa realidad fatal que emergerán los sueños de la generación universitaria de 1928. Es el tiempo de la crisis económica norteamericana y mundial de los años 1930.
Los estudiantes de entonces, encabezados por Jóvito Villalba y Betancourt –se les separa al principio y suma más tarde el católico Rafael Caldera, de la generación de 1936– cristalizarán sus sueños de civilidad luego de una compleja transición civil-militar o militar-civil a partir de 1959, con la instalación de la república civil de partidos. Estados Unidos, ya recuperado, ahora viaja a la Luna.
Pasados otros treinta años, en 1989 llega a su término este ensayo de república democrática civil y de partidos bajo el orden constitucional de mayor duración en Venezuela, el de 1961. Le sirvió de soporte el Pacto de Puntofijo, agotado una vez como se sucede el derrumbe soviético y como intersticio entre despotismos varios, al término del último gobierno de partido, el del socialdemócrata Jaime Lusinchi.
Así sobreviene, es lo que interesa destacar, la transición más compleja por corresponderse la inflexión venezolana de 1989 –tras la violenta insurgencia popular, que deja a la vera a centenares de muertos y heridos, en Caracas– y coincidiendo con el momento de fractura de lo histórico global y la declinación de la civilización occidental. En lo interno se manifestará como repulsa social a los partidos históricos venezolanos, y sus políticos. Cubrirán ese tiempo nuestro las segundas administraciones de Carlos Andrés Pérez –mediando el interregno de Ramón J. Velásquez– y de Rafael Caldera, hasta concluido el siglo.
El fenómeno antipartido, cabe anotarlo, no es original y tampoco propio o local. En 1992, tras el derrocamiento del Muro de Berlín, los grandes titanes de la Italia de la posguerra, el partido socialista y el demócrata cristiano (DC) hacen aguas. Se les persigue por corrupción. Sus grandes líderes, Bettino Craxi y Giulio Andreotti, conversaban distraídos sobre las líneas del tren de la historia, sin apercibirse de su paso a velocidad. Así me lo relata este, en Roma, el mismo año.
Llegado el año 2019, el de la emergencia de la pandemia universal y sucesivamente, el de la guerra contra Ucrania en las puertas que dividen al Oriente de las luces del Occidente de las leyes, se cierra el arco de tiempo en Venezuela, cuando a su término y desde los inicios del siglo en marcha implosionan la república y la nación, bajo el liderazgo de Chávez y su causahabiente.
Del Chávez que a lo largo de esos treinta años anteriores transita desde lo bolivariano hasta los predios del marxismo de estirpe cubana, a los que se somete volviéndose prohombre del Foro de São Paulo; del Maduro que asume ser socialista del siglo XXI mientras administra las redes narcoterroristas heredadas, pero cuyos aliados se declaran progresistas y capitalistas salvajes en nombre de la participación popular llegado 2019, bajo el abrigo del Grupo de Puebla; y, luego de un período de inenarrable postración de los pueblos afectados por la experiencia de la deconstrucción a manos de los huérfanos de la URSS, nada resta en pie. Sobreviven en Occidente y en Venezuela los remedos republicanos y democráticos. Y la virtualidad tecnológica los ayuda.
Mirando al conjunto, como lo diría José Rafael Pocaterra (1889-1955) desde su pretérito y en su Patria, la mestiza acerca del venezolano: “¡Él se iba, con los hombres, para donde estaba la Patria, para donde estaba aquél que sujetaba una mula cerril por las orejas!
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