El uso de la fuerza legítima implica disponer medidas armadas, no solo las retorsivas. Ello es consistente con la idea de un Estado de Derecho. Es el predicado del sistema internacional que se establece luego de la Segunda Gran Guerra del siglo XX, bajo el paraguas de la Carta de San Francisco. Esta solo proscribe la fuerza unilateral arbitraria, obligando a los Estados resolver pacíficamente sus entuertos recíprocos.
Pero admite el Derecho internacional el uso de la fuerza militar o de otro género no solo para la legítima defensa, sino ante situaciones de violencia interior que reclamen la acción policial de las organizaciones universales y regionales, salvaguardando el principio de orden público que nos lega la tragedia del Holocausto, a saber, el del respeto de la dignidad inalienable de la persona humana.
No por azar existen un Derecho internacional humanitario y también reglas imperativas para el momento en que se ha de disponer, justamente, la fuerza legítima y proteger los activos de la civilización, en otras palabras, conjurar las violaciones generalizadas y sistemáticas de los derechos humanos. De allí que el otro predicado sea inexcusable para la ONU, la OEA, o la misma Unión Europea: Ningún gobierno puede tremolar la bandera de la soberanía o la cuestión de los asuntos internos cuando sus políticas de Estado prohíjen tales violaciones.
¿Es secreto a voces y no máxima de la experiencia que en Cuba y sus colonias, Venezuela y Nicaragua, imperan regímenes tiránicos? ¿Puede confundirse la independencia de toda nación para escoger libremente sus sistemas políticos con la tesis de que la democracia permite elegir a satrapías, con voracidades sin límite hasta para engullirse a seres humanos y arrodillarlos, negándoles el acceso a los bienes elementales para la supervivencia?
Aún laten, pero en nada movilizan las conciencias de esas burocracias diplomáticas multilaterales apoltronadas en New York, Ginebra o Washington, la grave confesión que, sin propósito de enmienda por sus culpables, hizo la Comisión Independiente designada por el Secretario General de la ONU en 1999, para que investigase el genocidio en Rwanda: “Los responsables de que las Naciones Unidas no hayan impedido ni detenido el genocidio son, en particular, el Secretario General, la Secretaría, el Consejo de Seguridad, la UNAMIR y el conjunto de los Miembros de las Naciones Unidas”.
A la par que el Consejo evitaba toda medida de fuerza legítima, como reza el señalado Informe “algunos gobiernos se negaron a permitir que en los documentos de las Naciones Unidas se utilizara la palabra genocidio para describir la matanza que se llevaba a cabo en Rwanda”. Evidentemente que cohonestaba crímenes contra Humanidad, por omisión, desde su seno, obviando la responsabilidad jurídica internacional de sus miembros.
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La cuestión es que no pocos líderes democráticos del mundo y sectores académicos, viendo repetirse dentro de Cuba las experiencias de inhumanidad que conoció el siglo XX, o callan “prudentemente” dizque para no darle más argumentos a los criminales de lesa humanidad, o cuelan sus comportamientos, dividiéndolos, para burlar se les califique como crímenes internacionales. Hasta crean categorías lingüísticas artificiales, de suyo colaboracionistas. Hablan de sistemas constitucionales diferentes, pero constitucionales al fin, o bien de autocracias electivas o democracias deficientes, jamás de “totalitarismos”.
Lo que es más grave, al indicárseles que se trata esta vez de fuerzas organizadas del crimen transnacional las que han cooptado como nichos de impunidad y para el desarrollo de prácticas terroristas o el negociado global con las drogas a los regímenes de Cuba, Nicaragua y Venezuela, prefieren dirigir sus miradas a la otra banda. Hacen como si no entendiesen, o les resultasen impertinentes las observaciones al respecto.
Lo cierto es que el régimen jurídico internacional nacido sobre la inhumanidad sin límites de las grandes guerras del pasado siglo, viene cambiando desde treinta años, después de la caída del Muro de Berlín. Hace imperar al relativismo como norma y conjurando toda reflexión ético-política, como la que se hiciesen los constructores de la Europa de la posguerra y los padres de la ONU. La regla emergente quiere ser otra: Negociar y entenderse con el mal absoluto, para no hacerlo más gravoso.
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Han pasado 60 años desde cuando se instalaran los hermanos Castro en La Habana, Cuba, organizando desde allí sus guerras de guerrillas – llamadas hoy asimétricas o híbridas – en todo el planeta. Siguen trucando de médicos, para la rapacidad, a sus milicianos, no pocos, entre estos, iguales víctimas del gobierno de Miguel Díaz-Canel por encontrarse secuestrados, amenazados de muerte o pérdida de la libertad.
Al paso, cabe repetirlo, la que se considera “intelillentsia” opta en Occidente por pasar agachada. Aguanta la respiración. ¡Es que durante décadas celebró, aligerándole su personalidad delictiva, el ingenio de Fidel! Le sigue viendo, ya muerto, como el estadista de talla mundial modélico. Ha evitado se le emparente con los represores del Cono Sur, solo por ser estos de derecha.
He allí, entre tanto, al inefable José Luis Rodríguez Zapatero, protector español de las enunciadas satrapías latinoamericanas, quien desde 2005 aboga por el perdón de los terroristas, alegando que solo son la consecuencia de deudas sociales insatisfechas.
El pueblo cubano avanza en su odisea libertaria, en soledad, con suma dignidad. Ni siquiera han repicado las campanas de San Pedro para celebrar el levantamiento. ¡Que Dios lo acompañe, y que los padres de tanta violencia represora y sus escribanos se confiesen a tiempo!