“Just a castaway, an island lost at sea, ohAnother lonely day, with no one here but me, ohMore loneliness than any man could bearRescue me before I fall into despair, oh I’ll send an S.O.S to the world…”
-Sting.
Intento articular estás líneas desde la más profunda solidaridad con los momentos que vive el pueblo cubano. Me uno a su agónica búsqueda de libertad. La misma de millones de venezolanos.
No es un secreto que mi padre ha militado toda su vida en la izquierda. Un intelectual comunista de libreto. En su biblioteca, bajo la presencia ominosa de un afiche en blanco y negro de Fidel Castro, se asomaban cientos de libros. Las obras completas de Lenin destacaban por su edición en color blanco con sendas letras rojas. No faltaban Gramsci, Marx y Samir Amin, entre muchos otros.
La ubicación de esa fotografía de Fidel Castro no era casual. En lo alto de la biblioteca. Omnipresente. Omnipotente. El altar de una religión secular.
A la postre no sería fácil crecer al amparo de los mitos socialistas; a lo sumo medias verdades. De una visión ramplona y dicotómica del mundo. Donde el doble rasero estaba a la orden del día: los muertos de Pinochet y Videla siempre pesarían más que los de Fidel Castro, Stalin, Pol Pot, Mao. Más tarde descubriría que la mera hipocresía no escondía que los resultados de las abstracciones comunistas se cuentan en millones de muertos y exiliados.
Tan solo imaginen por un instante estar expuestos en casa, desde niños, a una propaganda sistemática, sutil pero a la vez implacable; a la construcción orwelliana de una verdad única e incuestionable. A frases prefabricadas fungiendo como yunques ideológicos. Es justo decir que entre los objetivos de mi papá nunca estuvo ideologizar a sus hijos. De otra manera no habría habido espacios para Shakespeare, Beethoven o Bertol Brecht; toda la alta cultura que a los comunistas les encanta apellidar como “burguesa”. De alguna manera esas contradicciones nos salvaron a todos. Sin embargo la sola presencia de todo aquel imaginario rojo ya tenía un peso difícil de sobrellevar.
Corrían los tiempos en que Don Raúl Leoni era el Presidente Constitucional de la República de Venezuela, cuando el dogmático marxista colaboraría en labores de logística con las UTC, organizaciones terroristas que buscaron sembrar el desasosiego entre la población civil urbana de las ciudades venezolanas; el terrorismo comunista siempre viene disfrazado de lucha popular. Así justifican el asesinato.
Por tanto, no olvido las visitas casuales cada diciembre, del Embajador de la extinta RDA. Un Estado policial que poco tenía de democrático y mucho de sangriento: el cinismo de la izquierda no es novedad. La RDA fue uno de los pupilos más brutales que tuvo la URSS. La Stasi sigue siendo el sueño húmedo de los tiranos de turno. Si quedan dudas, los invito a leer Iron Curtain, de la periodista norteamericana Anne Applebaum.
Mi papá dirigía en la década de los 80 la Sociedad de Amigos de la República Democrática Alemana. Aquel era un grupo de intelectuales que con toda la ortodoxia blanqueaban los crímenes más horrendos. Los mismos que lleva décadas ejecutando el castrismo, y que hoy llevan adelante de la manera más oprobiosa sus infames herederos: los carniceros Nicolás Maduro y Daniel Ortega.
La verdad de todo esto se develaría años después. Esas apacibles cenas junto al Embajador y su esposa estuvieron signadas por los sabores y el olor del Christolen; por los brillantes colores de los soldaditos prusianos de madera, que cada navidad nos regalaban. Era atentos, educados, simpáticos: la banalidad del mal.
LEA TAMBIÉN | Represión en Cuba deja al menos un muerto y varios heridos
En 1986 lo acompañamos a La Habana. Era La Cuba que todavía recibía la ayuda soviética. Un Estado discapacitado por decisión de un puñado de sátrapas. Y eso ya se notaba en cada esquina; no hacía falta esperar al “período especial”. Maggie, Martín, María Corina y mamá. Yo tenía 10 años. Fue cuando pise por primera y única vez la Cuba castrista. Nos alojamos en un hotel donde descubrí que los cubanos de a pie tenían prohibido el ingreso a sus instalaciones. Solo tenían permitido mendigarle a los turistas en las escalinatas de la entrada al Lobby.
Visitar Copelia era uno de los hítos del viaje, no obstante la memoria borró el sabor de los helados para dar paso al recuerdo de un sórdido contexto lleno de gente miserable. De mendigos amenazantes. De suciedad. La desacralización por diseño del espacio público. Al castrismo sólo le ha interesado la servidumbre del ciudadano cubano. Ese ha sido y sigue siendo su proyecto. Mientras toda la nomenklatura vive como cerdos rosagantes bajo la promesa eterna del cielo en la tierra.
No olvido tampoco las casas de las zonas más pudientes de La Habana, aun marcadas con orificios de balas ¡27 años después del triunfo de la revolución! Otro episodio más en la destrucción espiritual del cubano. La vida entre ruinas.
Asombro y miedo serían las reacciones al visitar el parque para pioneritos. Una suerte de versión comunista de los Boy Scouts. Una extraña mezcla de horror y fantasía. La ideologización bajo el manto de actividades lúdicas. Pocas cosas se me han hecho tan alienantes y artificiales como aquel espacio Soviet en el Caribe.
Una tarde de lluvia y frío en Varadero sería la metáfora perfecta para describir a esa Cuba que tanto alaban los acólitos egresados de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños. Los grises de la Rusia comunista ya tenían décadas tiñendo el paisaje.
Con la adultez vendría la metabolización de aquel viaje. Un largo proceso para poder comprender que el comunismo no es más que desolación y muerte. Una devastación que trasciende lo meramente físico. Un cuerpo de ideas cimentadas en la envidia y el resentimiento. Bajo un apetecible mercadeo que con jerga científica esconde su único objetivo: el poder por el poder. El control total por parte de una élite enferma que busca diseñar, como fórmula matemática, la vida de millones de personas. Para condenarlas una y otra vez a la miseria más abyecta.
Está aún por verse sí estamos presenciando el fin de la dictadura castrista, no obstante la luz siempre encuentra las grietas por donde colarse. Esos “little platoons” que señalara Edmund Burke son los que hoy reclaman sin miedo, en las calles de La Habana, por una vida digna: el fin de 62 años de esclavitud.