Entré en el ascensor con mucha prisa y no me percaté de los que estaban dentro hasta que se cerraron las puertas. Estábamos 4 personas en el ascensor que era medianamente amplio para que quedara cierta distancia entre cada uno de nosotros, quizá no la recomendada según las normas de Bioseguridad.
Cuando levanté la vista me quedé paralizado, el hombre que estaba frente a mi no llevaba mascarilla. Ni siquiera la tenía puesta en la barbilla o en la mano, simplemente no la usaba. Lo miré intensamente y pude apreciar que una sutil sonrisa se dibujaba en su rostro… “¿Será de los afortunados que han podido vacunarse fuera de nuestras fronteras?” Me preguntaba… “¿Se sentirá fuerte por su inmunidad adquirida recientemente en una etapa de post covid?” …
De repente el ascensor se detuvo en un inter piso. El hombre comenzó a toser con una fuerza increíble y simultáneamente su sonrisa se transformó en carcajadas que se confundían con la tos… ¡Desperté!!! Había sido la peor pesadilla de los últimos meses.
Esta ingrata experiencia onírica me remite a pensar en los límites de la libertad personal en estos tiempos. El uso o no de mascarilla, más allá de una decisión íntima y personal y de las regulaciones en el manejo de espacios colectivos, es un acto de protección no sólo de nosotros mismos, sino de respeto por la vida de las personas con las que nos relacionamos.
Podemos ser portadores asintomáticos del virus y ser una fuente de dispersión de la enfermedad en cada punto de contacto que tenemos en lo cotidiano. La libertad personal se convierte de esta manera en un acto violento y amenazante hacia los demás, quizá pasivo agresivo, quizá inconsciente, pero con una contundencia atroz hacia otros.
Vivir en comunidad tiene ahora otros matices… En esta nueva era el respeto se traduce en ser compasivo por las vidas ajenas.
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Por @Socratesserrano
Foto cortesía de @mauriciodonelli
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