Hace unos meses, la escritora Vanessa Springora, sacudió a la liberal cultura francesa, con su libro El consentimiento, en el que describe la relación sexual y emocional con vivió con el destacado autor Gabriel Matzneff durante la década de los ochenta. Por entonces, Springora tenía 14 años y Matzneff era 36 años mayor. No obstante, el hecho que la escritora hubiera accedido no sólo a mantener relaciones sexuales con un hombre que le triplicaba la edad, sino que además, no se tratara de una agresión propiamente dicha, evitó que la relación se convirtiera en el escándalo que es ahora mismo. Para buena parte de la Francia de hace tres décadas, el hecho que Springora asumiera la responsabilidad sobre su sexualidad a una edad tan temprana, no parecía escandaloso incluso, ilegal. En realidad, la polémica que provocó la publicación del libro, está más relacionada con la connotación que en Francia, un escritor de la talla de Matzneff no sólo podía presumir de su relación de la adolescente, sino confesar de forma pública su predilección por las niñas menores de edad.
La durísima narración de Springora — que cuenta con escabroso detalle la predilección de un hombre adulto por adolescentes, algo que jamás ocultó ni disimuló — abrió un doloroso debate en el país sobre el abuso, la concepción sobre el sexo consensuado y sobre todo, de la capacidad de un niño o un adolescente para decidir sobre su propio cuerpo. El escándalo avivó también la noción del abuso sexual alrededor del mundo, que durante la última década ha sido un tema de extensa discusión y en especial, a medida que la idea sobre la cultura de la violación y la toma de conciencia de las implicaciones del abuso, se convirtió un polémico foco de atención. Gracias a movimientos como #MeToo y #TimeUp, la notoria visibilidad del tópico se convirtió, además, en una mirada durísima acerca de la manera en que reflexionamos sobre el sexo, la noción de lo erótico y al final, una síntesis de las diferentes percepciones contemporánea de la agresión física. Con su connotación de reflexión a gran escala de la sexualidad y lo individual, el nuevo punto de vista sobre la agresión y el abuso, es un recorrido incómodo acerca del poder, las emociones y en especial, la forma en que se normaliza en la actualidad la conducta violenta, una concepción sobre la identidad en ocasiones tan retorcida como dolorosa.
Aunque la exploración de Springora sobre el consentimiento no es nueva, si se trata de un matiz por completo distinto a cómo lo había sido hace tres o cuatro décadas atrás. Mientras que las primeras transformaciones sociales y culturales alrededor de los derechos sexuales, dio como resultado una ruptura entre el concepto de lo sexual y lo sociológico, para profundizar en ideas más complejas sobre el cuerpo, la capacidad de decidir e incluso, la dimensión de lo sexual como forma de expresión psicológica en estado puro. Se trata claro, de una nueva versión sobre el habitual discurso sobre la libertad y la independencia intelectual, sólo que ahora, esa inmediata condición sobre el cuerpo y el placer como ente liberador, pasa también por la medida de asumir las consecuencias inmediatas de esa idea. Para bien o para mal, la sexualidad se ha convertido en una forma de elucubrar acerca del individuo y esa concepción sobre lo que somos o podemos ser, también atraviesa los espacios más oscuros y retorcidos de la cultura y la sociedad.
Tal vez por ese motivo, el libro My Dark Vanessa de Kate Elizabeth Russell sea de especial relevancia. No sólo se trata de una mirada compleja y pertinente acerca del abuso sexual, sino además un filón por completo novedoso de un tema inquietante que la mayoría de las veces, tiene una relación directa e inevitable con los elementos más duros de nuestra mente. Russell tomó la arriesgada decisión de analizar el tema a partir del abuso infantil, lo que otorga a la historia una dimensión mucho más elaborada, que permite comprender desde sus aristas, las innumerables consecuencias que la agresión puede provocar en las víctimas. Más allá, la escritora reflexiona con pulso firme sobre la relación entre el consentimiento, la consciencia de la propia sexualidad y al final, la angustiosa percepción sobre el hecho del sexo como un límite misterioso de nuestros deseos y pulsiones. Russell asume la decisión de convertir su novela en un debate, pero también, en una manera de elucubrar de manera brillante sobre los dolores que esconde una percepción de la sexualidad atípica, por momentos cruel y en otros, conmovedora.
Porque la historia de Russell brinda un contexto de enorme significado, a la gran pregunta de cuándo el consentimiento sexual puede asumirse como tal. ¿Existe una edad que permita interpretar una mayor madurez intelectual o comprensión sobre el cuerpo como ente individual? Russell no se lo pregunta directamente, sino que brinda un espacio narrativo amplio para el debate y la mirada crítica sobre el tema. Vanessa Wyes, su personaje central, tiene 15 años cuando se involucra con un maestro de 42 del cual es alumna en su internado en Maine. Para hacer más intrincada la reflexión, Russell no describe la relación entre ambos desde la expectativa del romance o el anuncio de la violencia. De hecho, su Jacob Strane es un hombre corriente idealizado en la imaginación de Vanessa, que está convencida que las atenciones y el deseo de Strane es de hecho, una forma de amor. Pero Russell tiene el suficiente cuidado de analizar con detenimiento la mente de Vanessa y crear una percepción más dura, sobre como reacciona a las manipulaciones de un hombre que le triplica la edad, que no sólo le convence que la relación entre ambos es un “acto de rebeldía”, sino también, una forma de asumir una temprana madurez sexual. Vanessa no está muy convencida de una cosa o de la otra, pero el punto de vista sobre lo que ocurre— Strane le trata como una mujer adulta que puede y de hecho, toma sus decisiones — , le hace convencerse que el consentimiento va más allá de sus dudas sobre una relación semejante o el hecho, que el hombre que podría ser su padre, se comporta de una forma dominante y furtiva.
En específico, Russell crea a través de Strane una mirada retorcida sobre la capacidad del despertar sexual adolescente para sustituir el autoconocimiento erótico y en especial, los poco claros límites entre una relación consensuada y una cuidadosa manipulación que al final, es tan violenta y retorcida como un abuso que incluye agresión física. Strane jamás llega a golpear, drogar o hacer daño físico genuino a Vanessa, pero aun así, es evidente que lo que les une a ambos es tan tóxico como perjudicial. “Te haré daño”, dice, como atormentado la primera vez en que se van a la cama y de inmediato, toma la personalidad de un generoso y enamorado benefactor. Se compara a sí mismo con Nabokov y de hecho, insiste en que Vanessa es una versión contemporánea de la inmortal Lolita. Por supuesto, se trata de un recurso perverso para cautivar la imaginación de la adolescente, obsesionada con la posibilidad de convertirse en escritora y que encuentra en la relación con Strane una especie de fantasía tardía sobre su manera de comprender su propio cuerpo, los cambios que ocurren a su alrededor e incluso, sus temores más privados. Porque Vanessa sabe que lo que está ocurriendo está en el límite de algo ilegal, que todo la apariencia del romance oculta algo más duro y peligroso pero, aun así, intenta asumir las consecuencias. O lo hace, lo mejor que puede en medio de la confusión.
Claro está, se trata de una experiencia excesiva para una niña de su edad, pero las consecuencias sólo eran evidentes al comienzo de la novena, cuando con 32 años, Vanessa sufre el dolor y la angustia de una percepción sobre lo sexual incompleta, insatisfactoria y retorcida. La relación con Strane apenas abandonó el colegio, pero continúa siendo el elemento central de su vida. No logró llegar a la Universidad, tampoco dedicarse a la escritura y su descripción dolorosa sobre su vida vacía y destruida por el peso de los secretos, asombra por su impecable dureza. “Solo soy una mujer que creyó tener talento o le convencieron lo tenía. Pero fue una excusa para buen sexo. Para una desfloración simple, irritada y despiadada”. Solo como una adulta y luego que Strane es acusado de relaciones impropias con otra alumna, Vanessa comprende que lo que vivió fue algo tan temible como violento. Todavía le lleva esfuerzos admitir que su amante por más de quince años es en realidad un pedófilo con una larga sucesión de casos idénticos al suyo. Como una empleada anónima en un hotel que abusa del alcohol y las drogas, que sostiene relaciones breves y agresivas con hombres mucho mayores, Vanessa es la viva imagen de un tipo de fracaso que no puede explicar con facilidad. “Sé que hay algo roto en mi mente. Irrecuperable y trastornado. Sé que me sostiene la mera idea que tuve algo de control en medio del abuso, pero no puedo dejar sobre el hombro para ver a la niña que fui y comprender que, en realidad, fui una víctima”.
Con su punto de vista en primera persona, la novela de Russell es un incómodo recorrido por las consecuencias y el sufrimiento de un abuso que destrozó, de una forma u otra, la manera en que Vanessa puede comprenderse. Jamás ha sostenido una relación romántica con un hombre de su edad, se somete a situaciones extremas — en una de las escenas más dolorosas de la historia, Vanessa conduce a toda velocidad, deseando morir — y al final, se trata de una versión despiadada sobre sus propios mitos personales y la abrumada sensación de odio hacia su cuerpo, el sexo y su capacidad para lo erótico que la experiencia junto a Strane le dejó. Ahora, a dos décadas de distancia y con la idea que se trató de un tipo de refinada y atroz violencia sexual, la vida para Vanessa se transforma en una necesidad casi desesperada por adecuar las nuevas piezas de información sobre si misma, en la dirección correcta, pero no lo logra. Vanessa no hace otra cosa que sollozar, aturdida por el pensamiento que la gran relación de su vida no haya sido otra cosa que un abuso despiadado y voraz. “Tomó todo de mí y lo reconstruyó para su consumo” escribe “y me convirtió en una criatura rapaz y recelosa, que ahora no puede recuperar su propia versión del mundo”.
Claro está, una visión semejante no sólo convirtió al libro en un éxito de librería, sino en fuente de controversia directa. El derecho al placer de las mujeres jóvenes, la objetividad en la forma en que Russell profundiza en el ámbito del sexo como parte de la vida de una mujer en crecimiento, trae a colación el singular punto de vista de la sociedad estadounidense sobre la identidad femenina, el género y el sexo. La escritora se niega a caer en lugares comunes y mientras la percepción sobre el abuso es cada vez más clara, Vanessa encarna con su mera renuncia a aceptar lo sucedido, la confusiónde la mayoría de los adolescentes sobre el sexo, el placer, el consentimiento y el derecho a la sexualidad. La autora analiza el machismo, la masculinidad tóxica, la concepción tradicional — casi siempre equivocada — sobre la sexualidad de la mujer en crecimiento.
Se trata, desde luego, de un recorrido incómodo que Russell comienza desde el origen: Para la escritora el machismo pueril, frágil y violento que encarna Strane con respecto a su relación con Vanessa, no es otra cosa que la consecuencia de una herencia cultural que se lleva a cuestas durante años y se elabora como una concepción ambivalente sobre las diferentes facetas del comportamiento masculino. Después de todo, el consentimiento es un concepto que para la mayoría, no está del todo claro y que parece directamente relacionado con el hecho, que la víctima no sufra violencia o abuso físico directo. En más de una ocasión, Vanessa se pregunta en voz alta como pudo haber sido una violación, si en realidad jamás se resistió al sexo o sufrió situaciones de abuso clásico. “La palabra violación es enorme, como una cúpula que cubre y deforma todo lo que hay debajo de ella. ¿Por qué recuerdo sus caricias, la forma en que peinaba mi cabello, sus sonrisas y no lo realmente importante?” Para cuando Vanessa claudica y asume el hecho de la posible violencia sexual que pudo haber sufrido en su adolescencia, el tono y el ritmo de la novela cambia. Se hace más oscuro, clastrofóbico y angustioso.
El mundo emocional de Vanessa se reprime, se reconstruye, se convierte en una serie de ideas desconcertantes relacionadas con la experiencia que vivió — “De pronto, todo parece tener sentido, lo incómodo y lo terrible” — y para cuando decide acudir a la policía, todo su vida se desploma en una imagen movediza. “Fui violada y entenderlo, es como abrir una cicatriz que siempre evitó pudiera mirarme al espejo, asumir la carga del pasado, abrir la puerta hacia la oscuridad corrompida que me atormenta.
A la novela de Russell se le ha llamado oscura, valiente e inquietante. Y lo es: desde sus descripciones casi espeluznantes de escenas en la que Vanessa se somete al sexo con Strane casi por inevitable sumisión, hasta la imagen de la adulta aturdida y desconsolada que debe asumir el sufrimiento desde un punto de vista aterrador, My Dark Vanessa es una mirada honesta y dura sobre un tipo de violencia sexual que rara vez se toca sin mezclarla con el elemento de la mitificación, el estigma o la víctima convertida en una incognita, ya sea por su inocencia, su apariencia física o incluso su madurez emocional. Con quince años, Vanessa es una niña que siente miedo del hombre del que cree estar enamorada y la mezcla no puede ser más agridulce. Con treinta y dos años, la mujer herida y desconcertada que afronta la violencia de su pasado, es un símbolo de nuestra época y la forma en que revalúa la idea de la sexualidad y lo erótico, a través de una nueva percepción sobre los límites. Ambugua, por momento incómoda y brutal, pero brillante en su capacidad para evitar versiones difíciles sobre la realidad, la novela de Russell es un recorrido a través del miedo y algo más profundo, tan duro de entender como de exorcizar.