Olvídate de las clases de geometría en el colegio y de ese axioma casi religioso que nos metían en la cabeza: la distancia más corta entre dos puntos era una línea recta. Muchas veces me fui a la cama repitiendo eso en la cabeza, con la esperanza de que sacara a relucir esa información en algún momento de aprietos o en alguna fiesta para hacerme el interesante. Pues nunca estuve en un aprieto donde esa sentencia matemática fuese de utilidad y, definitivamente, hablar de matemáticas no te hace interesante en una fiesta de comunicadores sociales, todo lo contrario, te convierte en una tableta de Doxepina con patas y te nivela con el tipo cursi que saca la guitarra a mitad de la fiesta para interpretar una versión lenta de Hawai de Maluma.
Pero no es eso por lo que tenemos que olvidar esa proposición geométrica, sino porque Venezuela es esa pequeña sección de todo el cosmos que funciona con reglas propias. Aquí, la distancia más corta entre dos puntos es la que no se hace, porque ir de un punto a otro, por más corta que sea la distancia que los separe, representa un esfuerzo intelectual, logístico y material de proporciones inconmensurables.Planificar su recorrido amerita un estudio digno de una tesis doctoral donde tenemos que evaluar cada variable que nos permita llegar a nuestro destino, sin que nuestra voluntad merme en el proceso. En Venezuela tenemos menos sexo, no porque los hoteles y los preservativos estén más caros —que sí lo están—, sino porque hay que cubrir distancias para aparearnos y eso ya es suficiente obstáculo. La frase “tengo casa sola” únicamente tiene significación y efectividad si acto seguido enviamos la locación de WhatsApp, para calcular las posibilidades de llegar. En este sentido, la distancia es el mejor preservativo de este país.
Si trazáramos una línea recta de un lugar a otro, nos estaríamos saltando las alcabalas que hay que pasar, la gasolina que hay que gastar, la decena de camioneticas que tenemos que tomar y los metros que hay que recorrer al borde del ataque cardíaco, porque no sabemos en qué momento va a llegar un“menor” con un cuchillo de cocina o un motorizado con un parrillero a joderte el paseo. Dejando de lado la inseguridad, algo en lo que es especialista el gobierno , la imposibilidad de conseguir transporte público y el dinero en efectivo para pagarlo crea una resistencia al concepto de distancia muy parecida a la resistencia que tienen las cajeras de supermercados a recibir billetes con un suave doblez o con una partícula de polvo posada sobre ellos.
La resistencia a cubrir distancias hizo que no las percibiéramos más en función de centímetros, metros o kilómetros, sino en función de lo que tenemos que dar a cambio para recorrerlas, y una de las cosas que más nos duele entregar hoy en día es la gasolina. El nuevo oro surtido por el bombero malhumorado y que nos da terror gastar cada vez que aceleramos el carro, porque cada vez que le damos un cholazo al acelerador, se nos va un pedacito de nosotros también, se nos va un pedacito del tiempo que invertimos en una cola imposible, se nos va un poco del esfuerzo que hicimos levantándonos en la madrugada aquel día, se nos va el recuerdo de la sonrisa eterna del chupi chupero de la cola que con tanta gracia nos alegró el suplicio. Cómo no sentir remordimiento al dejar escapar a esa efímera e hidrocarbúrica sustancia que, aunque ha llenado el bolsillo de unos cuantos, principalmente ha llenado las agendas de los terapistas, psicólogos y psiquiatras porque no aguantamos ya la culpa de tener que dejarla ir después de amarla tanto.
Es con los tanques de gasolina con que medimos las distancias. Cada uno de nosotros tiene una tabla mental de consumo de gasolina que poco a poco ha desplazado la tabla de metros en el lado derecho de nuestro cerebro. Esto funciona así: cuando nos preguntanqué distancia hay de nuestra casa al trabajo,automáticamente nuestro cerebro computa las proporciones del tanque de gasolina de nuestro vehículo y concluye que la distancia es un cuarto de tanque, un sexto de tanque, o medio tanque, dependiendo de cuán lejos esté y de qué tan adicto al combustible sea el motor de tu Optra.
Así, el compendio de situaciones logísticas y obstáculos al que hemos hecho mención anteriormente hace que, paradójicamente, la distancia pese. La idea de distancia tiene una masa intrínseca que pesa en nuestro cerebro y en nuestras decisiones, por lo que peso y distancia están muy relacionados.
No obstante, en el último año, en nuestra estructura social se ha revalorizado una figura en la que esta interrelación es más fuerte: el famoso repartidor, o delivery, si eres más cool. Para un repartidor, la distancia de un punto a otro es directamente proporcional al peso del pedido. Mientras más peso, más larga percibe la distancia. En el paradigma mental del repartidor, la distancia ha sido lentamente sustituida por el peso del encargo y por el tiempo del que dispone para realizar la entrega.
En conclusión, me quedo corto en cuanto a las reflexiones de la multiplicidad semántica y pragmática de la distancia en Venezuela, porque requeriría un compendio largo y casi tan extenso como las stories de Sascha Fitness en Instagram. Sin embargo, lo más importante que debemos recordar que cuando hablamos de distancias aquí en Venezuela, no estamos hablando de la distancia primermundista, sino de una imposibilidad.
Pablo Alas
Twitter: @Pablo_Alas