Alerta de spoilers.
Baby Yoda se despide del misterioso hombre con el casco.
El pequeño personaje verde es un poco como nosotros en la cuarentena: hace un mínimo esfuerzo, un trabajo remoto y de inmediato debe acostarse, dormir la siesta, recargar baterías, a veces por más tiempo de lo normal.
The Child es, aparte de un ser de luz en estado perenne de hibernación, un súper guiño a la inocencia perdida de la primera trilogía de Star Wars, aquella de los animatrónicos, de los puppets camps, de las marionetas imposibles y adorables, pero no menos cutres de un vodevil musical o de un guiñol de Broadway.
En una época de hiperdiseño digital de todo, Baby Yoda supone una resistencia de varias texturas y sensibilidades descartadas por el Hollywood virtual: la contemplación frente a la agresión violenta, la empatía inmediata por el mundo de la infancia abandonada, el poder de una vida entregada al ejercicio de la meditación trascendental.
A su modo, el pequeño inspira paz, amor y tranquilidad en cada de sus apariciones.
Por ello pertenece al costado más new age de George Lucas en la Guerra de las Galaxias, con una clara vocación metafísica de fundar una nueva religión de fanáticos, sobre la base de mezclar las ideas del budismo, el orientalismo y la visión de los maestros Zen.
En efecto, nuestro pequeño Buda ríe, come cuando le provoca, conserva siempre el mismo habito de monje, desea establecer una conexión permanente con el cosmos, las estrellas y los prójimos que lo acompañan.
De igual modo, siguiendo el patrón clásico de la franquicia, Baby Yoda representa al arquetipo del héroe mesiánico, siendo un necesario salvador de último minuto, cuando hace falta y su protector carece de respuesta ante las misiones que lo desbordan.
En más de una ocasión, el niño le echará una mano de rescate al Mandaloriano.
La relación de los dos evoluciona en la segunda temporada, en su cuadro edípico, reforzando por igual los principios originales de la saga, donde Luke descubre que su padre no es otro que Darth Vader y así sucesivamente, en revelaciones que resumen la economía sentimental de Lucasfilms.
Vaya el recordatorio obvio que Luke es el alter ego de George Lucas, que ambos están hermanados en la pantalla y que también permanecen atados al ADN estético de la compañía, a través de las décadas.
Aquí viene el punto problemático de la segunda temporada.
Por un lado, los capítulos suman a la experiencia de abstracción minimalista que se le encomendó a Jon Favreau, quien ha logrado restituir la imagen de Disney, detrás del universo de Star Wars, después de las controversias con la última trilogía, denostada por los boomers y apóstoles de las escrituras de San Lucas.
Molestaron los personajes inclusivos del Episodio IX, por considerarse oportunistas y explotadores del dólar progresista en la era de Trump.
Se notaba así la mano de Disney por moralizar en un relato de integración de razas y especies, para servir de contrapunto a la era de las polarizaciones en Norteamérica.
Como sea, los cambios de generación no terminaron de ajustarse a los exigentes moldes de los seguidores y clientes, provocando el abandono de la idea, como siempre cuando algo no funciona en Star Wars.
No olvidemos que a Jar Jar Binks, el personaje que todos aman odiar, lo limpiaron y volaron del episodio 2, porque tampoco funcionó o gustó su look de rasta freak del espacio.
En consecuencia, Mandalorian corta por lo sano y vuelve a las raíces culturales de la serie, priorizando la acción que sobrecoge y muestra en lugar de bajar línea con un discursito políticamente correcto.
Tanto es así que llamaron a Robert Rodríguez para dirigir el que muchos alaban como el mejor capítulo de la segunda temporada.
Ahí el realizador Tex Mex supera la censura de Disney, al darse banquete con una destrucción blasfema y brutal de cascos de Troopers, a merced de los golpes y los porrazos de Boba Fett, cuyas técnicas de artes marciales refrendan la inspiración asiática de la serie.
Específicamente, Mandalorian bebe de las fuentes del Kurosawa y del Sergio Leone que revisitaron al western, en su fase crepuscular, posmoderna y neoromántica.
Por supuesto, hay cuestiones prescindibles e infladas para la ocasión, como algunos capítulos y situaciones redundantes.
Llegamos al final con la polémica. El arco dramático cierra a la perfección con la entrega de Baby Yoda a su nuevo padre, el Jedi que embiste con la dureza de un Sith(vaya asunto complejo, paradójico y enigmático).
Le vemos la cara a Pedro Pascal, infringiendo un código de honor de los ancestros del Mandaloriano, lo cual constituye un quiebre, un punto de inflexión y un certificado de su renacimiento.
Así el hombre de hojalata ha ganado su corazón, como una suerte de recompensa al final del Mago de Oz.
La combinación de planos, entre Mando y Baby Yoda, nos desarma, nos quita la máscara, nos conmueve en el uso platónico del lenguaje audiovisual.
Cualquiera rompe en llanto o bota una lagrimita, respaldando el devenir humanista que propone la serie.
Es una de esas despedidas históricas y melancólicas en la usanza de “Casablanca” y “El retorno del Jedi”.
Si bien quedamos boquiabiertos con la entrada triunfal de Luke, el efecto de Deep fake que lo encarna nos regresa al terreno de la contradicción, de la discusión, de los elementos que avivan la controversia.
Asegura el crítico Federico Karstulovich que Disney juega a romper tabús en la actualidad, instalando un futuro que nos alcanzó, en el que tendremos más episodios y personajes generados por diseño infográfico, así sea una técnica todavía imperfecta.
Aunque no tenga la calidad de los demás rostros, la segunda temporada de Mandalorian comparte el resultado trucho de su trabajo con Luke, para que nos acostumbremos al tema o lo procesemos.
Me late que aquí pasará lo de costumbre, lo que ocurrió con tantos muñequitos y dibujitos incrustados en las nuevas versiones de la saga original, lo que sucedió con el malvado Jar Jar Binks.
Los fanáticos tendrán la última palabra. Por los vientos que soplan, ellos aprueban que su semidios resucite cuando la historia lo amerite, para destrabar entuertos y fungir de “deus ex machina”.
Si me permiten la intromisión, el Luke Deep fake me causó un ruido enorme, en el desenlace. Prefiero la escena de postcréditos que anticipa el ascenso del trono del “Libro de Boba Fett”.
Por Sergio Monsalve, Director Editorial de Globomiami.